Retorno al pasado (I): El primer amor

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Psicosis-445554968-largeTendría alrededor de los doce años edad cuando sucedió. Mi madre no había regresado del trabajo y mi hermano pequeño ya había caído en el profundo sueño de los inocentes. Habíamos cenado algo frío y al día siguiente no teníamos escuela así que mientras esperaba encendí el monstruoso televisor en blanco y negro buscando compañía para entretenerme. Así que me senté en el aparatoso sofá, dispuesto a matar el tiempo, cuando la levemente distorsionada imagen emitida por la segunda cadena de televisión española, me mostró a una chica extremadamente guapa conduciendo un coche. Una escena como cualquier otra que podría haber aparecido en cientos de películas y series de la época. De hecho yo, en esa etapa de mi primera adolescencia, acostumbraba a pasar las horas muertas delante del televisor; la mayor parte de las cuales estaban dedicadas a ver las series juveniles, los programas familiares o las películas españolas de cualquier índole que nuestros dos únicos canales tuvieran a bien programar. Se podría decir que la televisión era mi pasatiempo habitual, sobre todo en las frías y oscuras tardes de invierno, cuando no podíamos aprovechar la mayor parte del día jugando en las calles del barrio. Sin embargo, algo me atrapó en la mirada de esa mujer conduciendo en tanto era martilleada por la voz de su conciencia —más tarde supe que no solo fue su mirada sino el plano en sí lo que me atrapó, además de Janet Leigh y todo lo que escondía— y ya no abandoné mi puesto de guardia en el sofá, a escasos dos metros de la pantalla, hasta que la película llegó a su fin.

La trama se fue desenredando paso a paso, con abundantes quiebros y sorpresas, durante los cuales las imágenes se apoderaron de mí como un poderoso vampiro se apoderaría de su fácil victima. El personaje del chico extraño y taciturno me inquietaba como nunca nadie real o irreal lo había hecho y todo lo que sucedía en la pantalla conseguía que mi mente abandonara la seguridad del salón familiar para imbuirse de una forma absoluta dentro de la historia.

Sufrí y disfruté cada giro del relato, cada contrapicado, cada escena… Las muertes me sorprendieron, ya que nunca antes había visto esa manera de presentarlas. La interminable caída del detective escaleras abajo, la transición del plano del desagüe al ojo sin vida de la protagonista, la música tan afilada como una cuchilla de afeitar por estrenar, la turbadora sombra materna en la ventana, el efecto de la luz oscilante sobre el disecado cadáver de la madre, esa voz desquiciada y fingida…  Desde entonces ya nada pudo ser igual.

Mi manera de ver cine cambió de un modo irreversible y sin solución. Aún hoy es el día en el cual me siento ante la pantalla dispuesto a someterme a la voluntad del director y, si los artistas son capaces de ello, me entrego por completo y sin remisión intentando encontrar aquellas mismas o parecidas sensaciones. Casi nada ni nadie puede expulsarme de ese limbo de fantasía al cual me traslado de forma voluntaria y en el que disfruto y sufro a partes iguales de las emociones más vividas.

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Esa noche ni siquiera la llegada de mi madre pudo arrastrarme fuera de ese universo sórdido y misterioso que me parecía tan lejano, como si los personajes vivieran en un universo diferente del mío y del que era mi barrio en el comienzo de los años ochenta. Con el tiempo pude comprobar que los universos no eran diferentes solo que el cine americano siempre ha conseguido envolver su celuloide con esa magia tan característica que convierte alguna de sus películas en obras clásicas. Películas atemporales. Esa clase de filmes que consiguen atraparte aunque los hayas visto una docena de veces, aunque sepas el desarrollo y hasta casi cada palabra de los diálogos. Ese cine clásico es como los cuadros de Van Gogh o Goya, como la música de Mozart o la voz de Pavarotti, no importa cuantas veces hayas disfrutado de ellas… las disfrutas cada vez como si fuera la primera o incluso más. Quizás descubres nuevos detalles o simplemente son esos mismos detalles los que vuelven a sumergirte en esas mismas viejas y queridas sensaciones. De este modo esas obras se convierten en clásicas y pasan a formar parte de tu patrimonio vital para que siempre puedas recurrir a ellas ya que, a menudo, es como volver al hogar, a ese salón en penumbra con la única compañía del enorme televisor en blanco y negro, con los ojos bien abiertos y la mente abstraída por las imágenes de una historia bien filmada. Porque no hay forma de arte que vaya más allá de la conciencia ordinaria como el cine lo hace. Directamente a nuestras emociones, bucea en el crepúsculo del alma.

NormanLa escena en la que Anthony Perkins/Norman Bates se encuentra sentado en la celda de la comisaría y nos atraviesa con su mirada desde su particular infierno, mientras esa voz delirante taladra su enferma psique, me acompañó durante horas a lo largo de esa noche. Completamente desvelado, e intentando asimilar tantas nuevas emociones, deambulé de nuevo a través de los turbios fotogramas tratando de asimilar lo que había experimentado. El poso de la película fue calando en mí, y por ende en mi literatura, con calma y hasta la última gota.

Cuando, al fin, caí rendido en los brazos de Morfeo, mi vida había cambiado. Entonces no lo sabía pero hoy lo recuerdo con una claridad diáfana.

Esa noche de invierno conocí el primer amor.

Aquél que nunca se olvida.

Esa misma noche me enamoré del cine.

Redacción: Alberto R. Polanco

Sobre Maria José Díaz-Maroto García

Cinéfila empedernida buscando la serie perfecta. Combino mi pasión por el cine con las series y los libros. Redactora Jefe de Cine de esta gran comunidad que es Pandora Magazine y propietaria de un pequeño blog donde extiendo mi pasión por el cine, la literatura, las series y etcétera: 'Delirios, Literatura, Cómics y Películas'.