Verónica (2ª Parte)

  Abro los ojos y veo una brillante luz que me impide mirar al frente. La luz se convierte en un círculo y va reduciendo su tamaño con rapidez. Un […]
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Abro los ojos y veo una brillante luz que me impide mirar al frente. La luz se convierte en un círculo y va reduciendo su tamaño con rapidez. Un ansia desconocida me invade: necesito correr hacia la luz… ¡No quiero más oscuridad! ¿Estaré soñando de nuevo? ¿O nunca llegué a despertar? Retazos de los últimos momentos antes de desmayarme vienen a mi mente… Esa mano en mi hombro. Esos dedos pálidos y escuálidos. Frío. Mientras he dado vueltas a mi cabeza, la esfera de luz se ha reducido hasta ser un punto frente a la puerta de mi casa. Yo me hallo sentada en el suelo del comedor, presenciando aturdida, el extraño fenómeno. Finalmente, desaparece. El frío me envuelve. Es verano, pero me siento como en un día de crudo invierno a la intemperie.

Sigo ahí sentada, observando la nada y, de pronto, una carcajada masculina resuena desde la primera habitación, desde la puerta de entrada. Se halla a la izquierda y es la habitación de mis padres. ¿Dónde están? Una nueva carcajada. No conozco esa voz. Me da miedo… ¡Mucho miedo! Debería salir a la calle, pedir auxilio, correr… Pero el sonido de unos pasos hace que me quede quieta. Miro fijamente hacia la habitación y veo como unos zapatos negros se quedan parados en el umbral de la puerta.

―¿Quién hay ahí? ―pregunto con la voz estrangulada por el miedo.

Esta vez no hay carcajada, en su lugar, una risita que me recuerda a la de un niño travieso… Solo que no es un niño el que asoma, sino un hombre alto. Comienza a andar hacia mí y me horrorizo cuando las sombras se mueven y alcanzo a ver su rostro.

Lleva un traje negro que se adivina viejo y desgastado como su portador,  luce un sombrero del mismo color, enmarcando un rostro arrugado y pálido. El cabello blanco, lacio y fino, le cae alrededor de las orejas grandes y apenas las tapa.

 

Sus pasos resuenan en toda la casa en silencio, salvo por mi respiración agitada. Me levanto y cierro fuertemente los ojos. ¡Debo estar soñando de nuevo!

El viejo se queda quieto a pocos pasos de mí y sonríe. Su dentadura es amarilla y sus dientes se alinean erráticamente.

―No tengas miedo, Verónica.

―¿Cómo sabe mi nombre? ¿Y cómo ha entrado en mi casa? ¿Y mis padres?

El viejo ríe de nuevo, parece divertirse a costa de mi angustia. Su risa es desagradable, no me da buenas vibraciones. Además, huele mal… Huele a podrido.

―Aquí sólo estamos tú y yo… ―me dice― Todo esto es un simple escenario vacío, el que tú misma has elegido para nuestro encuentro.

―¿Qué encuentro? No entiendo nada.

―Ven conmigo y lo entenderás ―vuelve a sonreír mostrando esos dientes asquerosos y me tiende la mano… ¡Esa mano!

Me aparto instintivamente, quizás si le empujo pueda salir a pedir ayuda, sólo es un viejo esquelético.

―¡Ni lo sueñe!

Tomo coraje y posando mis manos en su pecho intento empujarle, solo que al tocarle, el traje se hunde y sólo noto huesos. El viejo ríe a carcajada limpia y no sucumbe a mi fuerza, al contrario: se mantiene firme y me coge por los brazos. Entonces, me doy cuenta de que mis manos se hunden cada vez más en su pecho y los huesos que había notado bajo el traje, se vuelven blandos como una suerte de arenas movedizas que me engullen al tiempo que sus propias manos me agarran clavándome unas uñas amarillentas y, de pronto, largas y afiladas.

Grito y lo hago tan fuerte que dejo de oír su odiosa risa maligna, sólo me escucho a mí misma gritar sin fin. Cierro los ojos.

 

Y los abro. Y estoy de nuevo en el lugar de encuentro con mi hermana. A plena luz del día, en la terraza de nuestra cafetería favorita.

―¿Sigues teniendo esas pesadillas, hermana?

―Ahora la pesadilla forma parte de la realidad. Papá y mamá no están… ¿No sabes nada de ellos? Hay un hombre, un viejo asqueroso que se ha colado en casa y me quiere hacer daño.

―¿Y cómo has llegado hasta aquí?

Su pregunta me deja fuera de juego. No lo sé. Forcejeaba con el viejo, grité, cerré los ojos y…

―No lo sé.

―Hermana, ¿no has sido capaz todavía de darte cuenta de que nada es real?

―¿Cómo no puede serlo? ¡Otra vez me estás llamando loca!

―Jamás te lo he dicho y lo sabes. Sólo piensa un poco…

Entonces le hago caso, no me queda otra. Desde hace dos semanas tengo sueños horribles con mi habitación de protagonista y no recuerdo nada más de mi vida cotidiana excepto las conversaciones con mi hermana. Mis padres no están y ese viejo…

Me echo a llorar. Sigo sin entender… Quizás debería ir pensando en visitar un psiquiatra. Mi hermana me mira con lástima.

―Tú sabes algo que yo no sé y exijo que me lo expliques… ―le digo― No pienso volver a casa… ¡Llévame contigo!

―No puedo, hermana. Debes quedarte y hacer frente a tu situación.

―¿Por qué?

―Sigues sin recordar… ―insiste.

―¿Recordar el qué? ―contraataco yo cada vez más furiosa.

―No puedes venir conmigo porque yo estoy muerta, hermana. Recuérdalo.

 

(continuará…)

Autora: Lydia Alfaro

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