Relatos de terror socio-político: ‘JAURÍA’

  Autor: Rubentxo Ballestar Urban   ¡Estas son / nuestras armas! ¡Estas son / nuestras armas! ¡Con la salud / no se juega! ¡Con la salud / no se juega! […]
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Autor: Rubentxo Ballestar Urban

 

¡Estas son / nuestras armas! ¡Estas son / nuestras armas! ¡Con la salud / no se juega! ¡Con la salud / no se juega! ¡Más hospitales / y menos corrupción! ¡Más hospitales / y menos corrupción! ¡El miedo pronto / va a cambiar de bando! ¡El miedo pronto…!

Y de repente irrumpe, surgido de la nada y con la firme intención de invadir la ciudad y la noche entera, el miedo: el mismo miedo en el mismo bando de siempre. Sirenas. Luces. Furgonetas blindadas. Escudos antidisturbios. Gritos. Gritos que parecen surgir de cada esquina, de cada sombra, de los cubos de basura, de las alcantarillas, del suelo que hay bajo tus pies. Gente corriendo, huyendo despavorida, tropezando en la acera, chocando con otra gente que corre en sentido contrario, que también huye despavorida, que tropieza a su vez. Vuela alguna piedra. Cae alguna señal de tráfico. Suena algún disparo. Se escucha a alguien llorar. Están por todas partes. Visten monos oscuros y van armados. Reciben órdenes y las ejecutan sin titubear. Casi todos tienen el rostro serio, aunque alguno sonríe levemente. Puedes apreciar esa sonrisa grotesca bajo su casco de Robocop. Blanden sus durísimas porras y las agitan para que veas quién tiene las de ganar. Están por todas partes. Están por todas partes y vienen a por ti.

─¡Están por todas partes, cariño, están por todas partes! ¿Qué vamos a hacer?

Ella se detiene súbitamente y él deja instintivamente de correr. Ella lleva a su hijo en brazos: apenas es un bebé. Él la observa y ve en el fondo de sus ojos algo muy poderoso que sobrepasa al terror. Ella mira al crío y después a su marido, como pidiéndole auxilio, como exigiéndole que se haga cargo de la situación, como reclamando una tranquilidad y una seguridad que en absoluto dependen de él.

─Escondeos bajo ese coche, ¡rápido!

No se le ocurre nada más, no puede improvisar algo mejor, no tenía previsto que la tarde acabara así, no había sopesado la posibilidad de que la manifestación se complicara de tal manera, ni siquiera tiene la sensación de estar viviendo un episodio real de su existencia.

─¡Cuidado!

Pero la advertencia no llega a tiempo. En lo que la voz de Sonia tarda en brotar de sus cuerdas vocales y atravesar el espacio que separa su boca del oído de Sergio, uno de esos policías ha presionado el gatillo desde el otro lado de la calle. El dolor de la bola de goma al impactar en su rostro es intenso, lo más intenso que ha sentido jamás, pero gratificantemente breve. Ya está desmayado cuando inicia su derrumbe. Ni siquiera siente la colisión de su sien sobre el asfalto.

 

Le duele mucho. Todavía no sabe exactamente dónde, pero le duele terriblemente; arde, como si algo dentro de su cuerpo hubiera explotado o estuviera a punto de explotar. Trata de abrir los ojos, y es entonces cuando descubre el foco del dolor, el origen de la náusea, el epicentro del horror. Se lleva una mano al párpado derecho y el simple roce de su dedo con esa especie de tumor monstruoso e irregular le hace vomitar violentamente.

─Joder, tío, lo que faltaba.

Hay más gente a su lado, o eso parece a tenor de la voz que acaba de protestar. La oscuridad es casi absoluta. Huele a sudor, a orín y a los fluidos gástricos que acaba de expulsar de su propio cuerpo. Alguien más respira pesadamente justo a su lado, y otra persona gimotea un poco más allá. El vehículo da un vaivén y todos caen al suelo, unos sobre los otros. De alguna extraña manera, agradece el contacto con esa carne desconocida, le reconforta sentir esos miembros informes, borrosos, húmedos, pegajosos: restos de humanidad confinada en una jaula con ruedas que avanza lenta pero inexorablemente por las calles de la urbe.

─¡Necesito un médico! ¡Paren el furgón! ¡Llévenme al hospital! ¡Creo que he perdido el ojo derecho, joder! ¡Mi ojo! ¡Me duele muchísimo! ¡Deténganse! ─ Pero nadie responde a sus demandas. Entonces, a pesar de saberse acompañado, le invade una repentina y descomunal soledad ─. ¡Mi hijo! ¿Qué han hecho con mi hijo y mi mujer?

La voz de Sergio retumba entre las cuatro paredes, rebotando y reflejándose una y otra vez hasta la locura. Ninguno de sus compañeros dice nada. Del otro lado de la reja, donde debe de ir cómodamente sentado el conductor y quizás un copiloto, cree escuchar risas que parecen gruñidos, tal vez gruñidos que parecen risas.

 

─ Ojalá te pudieras ver. Ni siquiera pareces humano, me recuerdas a un cerdo antes de ir al matadero, con la cara tan deformada, la piel tan pálida y viscosa, y esa mirada asustada. ¿De qué tienes miedo? Nosotros te vamos a ayudar. Estamos aquí para protegerte. ¿No me crees?

El hombre uniformado que ha hablado estalla en carcajadas. A su lado, otros tres policías se dan codazos mientras limpian con el dorso de la mano los hilos de saliva que descienden por sus barbillas. Los cuatro tienen los colmillos largos, demasiado largos, y los ojos inyectados en sangre, tan rojos que apenas queda lugar para el color blanco que debería existir entre el iris y la piel.

Está sentado en una silla metálica. El frío que percibe en sus nalgas y en la parte inferior de sus muslos contrasta terriblemente con el calor abrasivo que desprende su mejilla, justo en ese lugar de su anatomía donde antes existió un globo ocular. Tiene las manos atadas a la espalda y los tobillos anudados entre sí. Está completamente inmovilizado, y tarda al menos un minuto en ser consciente de su total desnudez. Siente un potente mareo y paladea un ligero sabor como a pintura plástica. Por mucho que lo intenta, no consigue enfocar la realidad. El mundo es un espacio borroso y difuso donde las formas y los colores se entremezclan, un caleidoscopio que evidencia la existencia del mismísimo infierno. Al fondo de la estancia, justo detrás de los guardias, cree intuir un enorme espejo donde lo normal habría sido encontrar una pared. No puede verlos, pero presiente que hay alguien más al otro lado, observando atentamente cada movimiento que se produce dentro de la habitación: espías del sufrimiento ajeno, voyeurs de la atrocidad. En el techo, en cada esquina, una cámara de seguridad graba desde diferentes ángulos todo lo que allí acontece.

Uno de los cuatro policías se acerca a él. Sergio trata de apartar la cara, pero el hombre la aferra entre sus manos, a escasos milímetros de la suya. Le abre la boca y hurga dentro con sus gruesos dedos que parecen garras. Nota arañazos en la lengua, en los carrillos, en el paladar. El resuello entrecortado del policía le hace pensar que ese contacto le produce algún tipo de placer sexual y, sin advertirlo apenas, él mismo tiene una potente erección que acoge con una mezcla de pánico y rubor. Un poco más allá, los otros tres se frotan la entrepierna: uno, con la palma de la mano; el segundo, con la porra negra y brillante como unos zapatos de charol; el último, con el cañón de un arma recortada.

─¿Dónde están mi mujer y mi hijo? ¿Dónde les habéis llevado? ¿Qué coño queréis de mí? ¡Yo no he hecho nada! ¿Me oís? ¡Yo no he hecho nada! ¡Todo esto es un error!

Comienza a llorar pesadamente, y su voz se disuelve en las lágrimas que caen como gotas de lluvia sobre su pecho. El animal suelta su cara y se une de nuevo a la manada. Los cuatro le estudian con la mirada encendida y una macabra sonrisa ladeada pintada en sus semblantes, como si de un momento a otro fueran a abalanzarse sobre él.

─Nadie hace nunca nada ─el que parece estar al mando retoma de nuevo la conversación; camina en círculos alrededor de la silla, arrastrando su pesada mano velluda por el torso expuesto de Sergio ─. En este país nadie hace nunca nada, ¿verdad? Salís a la calle con vuestras pancartas de mierda y vuestras consignas hippies, pero no hacéis nada. Destrozáis el mobiliario urbano que los ciudadanos honrados pagamos con nuestros impuestos, pero no hacéis nada. Nos insultáis y desafiáis a la autoridad con vuestros cánticos manidos, pero no hacéis nada. No, claro que no: aquí nadie hace nunca nada. De haber sabido las consecuencias, habrías preferido quedarte toda la tarde en casa viendo la tele con tu hijo y tu mujer en lugar de salir a la calle a cuestionarlo todo, ¿verdad que sí, Cíclope?

La bestia se sienta sobre las piernas de Sergio y entrelaza las manos a la altura de su nuca, acariciándole el cabello con morbosa dulzura. Sergio huele el aliento del policía y reprime a duras penas la arcada que le sobreviene: el aire que surge de ese pozo con forma de boca es muy similar al de la carne cruda en descomposición. De repente, el hombre lanza un fuerte puñetazo al ojo decrépito y extinto de Sergio. El dolor es tan intenso que pierde rápidamente la consciencia, y si no cae como un plomo al suelo es gracias a las ataduras que lo sostienen.

 

No puede moverse. Por mucho que lo intenta, no es capaz de hacer temblar ni un solo músculo de su anatomía. Siente sus miembros como si fuesen de algodón. Piensa que le han debido de inyectar alguna droga, alguna especie de anestesia, y saborea con mayor fuerza ese ya reconocible resabio a pintura plástica en el paladar. Alguien o algo le incorpora la cabeza, poniéndola recta, obligándole a mirar al frente. Al principio no es capaz de enfocar, de mantener la vista estática. Después descubre que el espejo que tenía hace un momento enfrente de sí es ahora transparente, y que hay más gente al otro lado. Cuatro o cinco hombres vestidos de uniforme rodean lo que podría ser una camilla de masajes o un potro de tortura. Llevan los pantalones bajados hasta los tobillos, y se van turnando para hacer algo que él no alcanza a divisar desde su posición. Si presta atención, puede escuchar en la lejanía una espantosa y estridente mezcla de gritos, llantos y gemidos. Siente un ligero hormigueo en el cuello y, al bajar la mirada, descubre regueros de sangre que manchan su abdomen y que hacen crecer un viscoso charco granate sobre las baldosas, pero, curiosamente, no le preocupa en absoluto el origen de esa sangre, tampoco su propia integridad física.

─Ellos tampoco hicieron nada, ¿verdad que no? ─La voz que acaba de escuchar tiene su origen justo al lado de su oreja, pero no consigue volver la cabeza para contemplar el rostro de su dueño ─. Aquí nadie hace nunca nada. Nadie hace nunca nada, pero nosotros ya estamos hartos de que nadie haga nunca nada. Alguien tiene que pagar, ¿entiendes? Queremos culpables, ¿comprendes? Alguien… Tú y tu familia.

El hombre situado a su espalda da una orden y los policías que hay al otro lado del cristal dejan lo que están haciendo y se vuelven hacia él, con los penes todavía erectos y cubiertos de sangre, observándole fijamente a través del muro transparente. Sus caras parecen máscaras de silicona. Sergio no quiere ver, le gustaría arrancarse el ojo que le queda sano para no contemplar cualquier cosa que ellos quieran mostrarle. Sobre una mesa de quirófano yace Sonia desnuda, pálida y ensangrentada. Tiene los ojos cerrados y permanece inmóvil, desarticulada. Le falta la mitad del cabello y algunos fragmentos de piel, y está repleta de marcas y cardenales. Desconoce si su esposa sigue con vida, y desea con todas sus fuerzas que no sea así. Intenta vomitar, pero no lo consigue. Trata de apartar la mirada, pero el sabueso sujeta su cabeza con fuerza y con los dedos mantiene sus párpados despegados. En el suelo, al lado de la mesa donde han torturado a su mujer, una pequeña masa de carne del tamaño de un perro mediano o de un niño de dieciocho meses yace con las vísceras fuera del cuerpo y algunos mechones de fino pelo rubio atrapados bajo costras blandas y oscuras.

Una nueva orden del policía y los otros hombres regresan a sus quehaceres. Alguien aprieta un interruptor y el cristal vuelve a adquirir el aspecto de un espejo. Sergio grita con todas sus fuerzas, brama de angustia y de ira, de tristeza y desesperación, pero de su aparato fonador no surge más que una ligera brisa muda. Alguien sostiene su cabeza por segunda vez, irguiéndola, y Sergio contempla el reflejo de lo que queda de sí mismo. Detrás de él, cuatro hombres desnudos lanzan violentas y veloces dentelladas a su espalda, a sus piernas, a su cuello; mastican la carne con lujuria, la escupen o la engullen o se la pasan de boca en boca, como una jauría de animales salvajes. No siente ningún tipo de dolor, sólo un ligero cosquilleo continuo, incluso agradable. Después su cabeza vuelve a caer, inánime. Primero escucha las risas, las hebras de músculo al rasgarse, la sangre al gotear sobre el enlosado; por último, el leve ronquido que brota de esos hocicos, los arañazos de varias pezuñas sobre el metal de la silla, los ladridos y un largo y triunfante aullido final.

 

 

 

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora