¡Queremos leerte! Hoy os traemos «La herramienta fría del tiempo» por Esther Sanz

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Este viernes nos visita una autora que me ha fascinado por su calidad narrativa. Se trata de Esther Sanz, madrileña de 30 años que con sólo 17 consiguió su primer premio literario con el relato corto «Una cosa un poco loca llamada amor».

Con 21 años emigró a Barcelona donde estudió en «l´Escola d´Escriptura Ateneu», especializándose en narrativa castellana.

En 2009 ganó el certamen literario «La grúa de Montmeló» con el relato «Veinte cartas». Y además, ha adaptado el guión cinematográfico de la novela «Más allá del purgatorio», del premio nacional de teatro Germán Ubillos Orsolich.

Actualmente, está escribiendo su primera trilogía fantástica (de la que deseamos tener noticias en cuanto esté a punto) y lo compagina colaborando con artículos de opinión en el periódico «El Guadalope». Anteriormente, también colaboró en la revista «El Vallés».

También es autora de un blog: ESTHER-EOTIPANDO

Como veis, Esther Sanz tiene un buen currículum literario que además viene reforzado por este relato que hoy tenemos el placer de compartir con todos vosotros, pues es de una calidad sublime. Inquietante y emotivo al mismo tiempo. Os encantará. Esperamos que Esther nos mande más relatos y que podamos disfrutar de su calidad literaria más veces en Pandora.

¡Feliz fin de semana!

 

LA HERRAMIENTA FRÍA DEL TIEMPO

 

Ellas creían que no me daba cuenta, pero yo lo sabía.

Al principio era un mero observador que se acercaba a observarlas: me fundía dentro de ellas, las sentía, me respiraban y cuando ya no podían sacar nada más de mí, las abandonaba para continuar a su lado. Siempre así. Sólo por eso, por ser el aire que ellas respiraban, yo lo sabía todo.
Así fue como vi crecer a Lucía. La vi hacerse mayor. Recuerdo cuando me necesitaba con desesperación tras sus carreras, escaleras arriba escaleras abajo. Cuando me aspiraba lenta y dulcemente, enseñándome el rostro de su pensamiento íntimo. Lucía, Lucía, Lucía… hizo de mí algo más que una materia invisible y olvidadiza. Por ella cobré vida propia.
Lucía solía ronronearle a las noches, tramando a escondidas aquellas fugas juveniles. Un día en el que escapé con ella sus pensamientos se transformaron en algo tangible que pude probar.

El corazón del chico bombeaba demasiado fuerte y encontré en él el único motivo por el que le permitiría vivir: la amaba con sinceridad. Las sonrisas picaronas de niña que tenía Lucía pasaron a ser risas cómplices entre ellos. Supe entonces que él formaría parte irremediable de mi estancia.
Sé que debí haberme abstenido de observar. Forcejeé con las leyes fundamentales, pero algo que escapaba a mi entendimiento arruinó el deseo poderoso que obraba en mi. Por eso los escuché, noche a noche, robándose, agitando mis moléculas hasta hacerme sentir absurdamente innecesario. Intruso, como nunca antes Lucía me hizo sentir.

Más tarde me di cuenta de que aquellas entregas carnales tendrían divinas consecuencias.
Laura fue la primera alma cándida que animó mis eternas idas y venidas. Ella era muy feliz. Tanto que contagiaba todo aquello que la rodeaba. Su pequeña carita llevaba a una nueva Lucía que sólo tenía día para compartir con su hija. Al menos mi exclusividad se dividía con alguien tan dulce como ella, alguien que me necesitaba y me lo hacía saber con cada maravilloso grito infantil.

Me recordaba tanto a Lucía… La niña tenía sus mismos ojos oscuros y almendrados y la misma distancia de recorrido en su garganta. Quizá por eso me aferré tanto a Laura. Me introduje en ella sin que me lo pidiera, cuando aún no me controlaba. Supe que aquello hacía feliz a Lucía.
Dos años después de la aparición de Laura, comenzaron mis carreras por los pulmones de Juan. Supe desde el principio que sería un estorbo. De Lucía sólo tenía el remolino que se le formaba en el flequillo. Lloraba y lloraba y Lucía estaba siempre triste. No podía descansar y no dejaba de reprocharse cosas extrañas, que había sido demasiado deprisa, que quizás no lo estaba haciendo bien… Su interior iba acelerado y Laura a penas solía aparecer en su cabeza. Sólo aquel maldito llanto, que acallé.

La mañana era fría, azul y una ligera niebla paseaba por los jardines de la casa. Lucía había descansado más de la cuenta, más de lo que acostumbraba en los tres últimos meses. Al despertar, se acercó rutinariamente a la cuna de Juan para acariciarle la cara. Estaba fría. Lucía le puso una manta doblada a la mitad por encima. No lo entendí pero ella sonrió y bajó a por el café matutino. Me hubiera gustado transformarme un momento para decirle que lo había hecho por ella. Que podía estar tranquila porque ya no se disgustaría más. Que por fin tenía tiempo sólo para Laura y para mí. Y cuando yo me regodeaba en su inspiración, de nuevo como antaño, pausada, la furia de su compañero cayó sobre nosotros.
-El niño, Lucía, ¡el niño! –le gritó desesperado.
-¿Qué pasa? ¡Juan! –comprendí que algo iba muy mal.
-¡No respira! -no dejó de chillar él.
-No puede ser, yo… no. ¡No! –la voz de Lucía se apagó al llegar a la habitación.

-¡De haber podido, ella me lo habría pedido! -voceé sin éxito.

 

Ahí me equivoqué. Desde aquel instante supe que ya nada sería igual. Ya no habría risas, ni juegos, ni complicidad… ni tan siquiera habría ganas de respirarme.
Lucía se juró morir con el bebé y se sumió en una oscuridad absoluta que me costaba esquivar. Laura fue el único motivo por el que ella no me dejó. Y así, año tras año tras año…

Yo lo sabía todo.
Laura continuó incansablemente a su lado. Incluso cuando su madre tenía ya el pelo blanco y sus manos ya no hacían otra cosa que acunar. Así se pasaba los días Lucía. Sentada en su hamaca, acunándome y llamando a Juan. Decía que su bebé tenía frío, que lo debía tapar bien. Laura, ya en el cuerpo de una mujer, trataba de contenerse pero de vez en cuando, entre esas frases suyas llenas de comprensión inexplicable, la observé dejándose llevar por ese agudo pinchazo que traspasaba su pecho.
Lucía se había olvidado de todo, no sabía quién era, ni dónde estaba, ni quién la acompañaba. Y yo me alegraba en parte porque volvía a sentirse como al principio, volvía a ser como una niña. Como aquella niña que fue.

Pero un día me atreví. Hurgué dentro de ella y encontré en lo recóndito su pensamiento obsesivo: volver a ver a su hijo.
Quizá por eso lo hice también. Supe que se lo debía y juré ser muy discreto.

 

Por la noche, en su vigilia, decidí regalarle sus deseos. Hubiera querido transformarme y darle un beso, el que jamás pudo existir entre ella y yo. Pero era Lucía y por eso me conformé con ser así para ella.

Me respiró y navegué por su ser, primero en su boca, su tráquea, su estómago, me expandí en ella y traté de calmarla lo máximo posible, buscando aquella felicidad que guardó en un baúl secreto dentro de su oscuridad. Cuando lo encontré, me contraje hasta adentrarme en él para convertirme en un recuerdo.

Lucía vio al pequeño Juan dormido en su cuna como cada mañana. Leí de su pensamiento “amor, ven a mis brazos, mamá se encargará de ti. Mamá siempre estará contigo”. Al sonreír, Lucía me mostró de nuevo su cara de niña alegre y feliz, y entonces me armé de valor y la abandoné completamente, regalándole lo único que pude, un recuerdo para dejarla marchar en paz en su olvido tras la herramienta fría del tiempo.

 

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Autora del relato: Esther Sanz

Redacción: Lydia Alfaro

 

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