¡Queremos leerte! «Adopción», por Oscar Bahos Alba, Valanaista

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¡Ya es viernes y os traemos un nuevo relato dentro de este espacio que tan bien habéis acogido. Desde aquí, os damos las gracias por el alto grado de participación, poco a poco iremos publicando todos los relatos.

Hoy en ¡Queremos leerte! os traemos a un autor que todavía no ha cumplido su sueño de ser publicado pero que disfruta siendo leído en la blogosfera (como tantos otros compañeros entre los que me incluyo). Al final, se trata de que nos gusta crear historias y adornarlas con las palabras, trabajando y cuidando siempre nuestro discurso, nuestra preciada lengua.

En fin, una pequeña reflexión que me sirve para presentaros a Oscar Bahos Alba o Valanaista, como a él le gusta llamarse en el universo internaútico.

Le conocí hace unos años cuando leí su historia de vampiros y acción Los proscritos, muy recomendable.

Oscar, malagueño nacido en 1978, casado y con un hijo, define su sentimiento como contador de historias afirmando que «solo deseo provocar sentimientos y emociones en todos aquellos que lean mis historias».

Sus trabajos inéditos son de corte terrorífico con tintes de thriller que resultan muy adictivos y entretenidos: Las crónicas de Eralt(1998-2010), Vidas nocturnas(1996), Los próscritos(2011-2012), Perdida (en proceso) y Los olvidados (en proceso).

Posiblemente, dentro de poco nos dé una alegría a quienes conocemos sus letras y, seguro que a muchos nuevos lectores, con la publicación de una de estas novelas… Pero no adelantemos acontecimientos. Hoy vamos a disfrutar de un relato espeluznante… ¿Qué tendrán los niños que dan tanto repelús cuando no son tan angelicales como deberían ser?

Os dejamos con Adopción… Por Oscar Bahos Alba.

¡Feliz fin de semana!

ADOPCIÓN

26 de Diciembre de 1966

República Federal de Alemania

12:00 A.M. Múnich

Orfanato Religioso Virgen de la Concepción

El taxi le dejó en la misma puerta del orfanato. Tras pagar la carrera se bajó del coche y se dirigió hacia la entrada. Subió los doce escalones como doce apóstoles del imponente edificio. Tocó al timbre y a los pocos segundos escuchó pasos al otro lado de la puerta. Abrió una anciana con rostro amigable. Monja.

—¿Qué desea?

—Mi nombre es Hans Meier. Periodista del Münchner Merkur. Tenía una cita con Sor Agnes

—Sí, pase por favor, la madre superiora le recibirá enseguida. Haga el favor de seguirme.

Avanzaron por los intrincados pasillos de aquel vetusto orfanato. Primero monasterio y, posteriormente, orfanato debido a la enorme cantidad de niños que quedaron sin padres a causa de la guerra. Tanto era así que muchas de las hermanas allí recluidas decidieron salir y estudiar enfermería y medicina para poder atender partos en el mismo orfanato. Pero el motivo que llevaba al periodista a aquel santo lugar era otro.

El Milagro de Villa Oscura. Así lo habían llamado. El accidente había ocurrido tres días antes. Una enorme mansión, conocida como Villa Oscura por el color añejo de sus muros había ardido hasta los cimientos. No se habían hallado indicios de cortocircuito ni combustibles, ni tan siquiera un encendedor de gas. Nada. Pero aquella fatídica noche los infiernos abrieron sus puertas en aquella mansión y la habían consumido por completo. A ella y a sus ocupantes. Un matrimonio de ricos empresarios alemanes que acababan de adoptar no hacía mucho a un hijo. El único superviviente. La foto del bombero sacando al niño en brazos del incendio dio la vuelta a la república.

Y por esa razón estaba allí. El niño había sido adoptado en aquel orfanato. Su periódico quería realizar un homenaje a la malograda familia con un enorme reportaje en un especial que saldría en unos días. Así que tenía que llevar a cabo su labor de investigador. Iría al orfanato. Hablaría con la madre superiora y le sacaría algunas fotos al niño. Regresaría a casa. Revelaría las fotos y un problema menos. Que los encargados de la redacción terminasen el trabajo. Así, llegó ante la madre superiora.

—Buenos días, Sor Agnes— dijo Hans adelantando la mano.

—Buenos días hijo— contestó la anciana—. Tome asiento.

—Espero no robarle demasiado tiempo.

—Descuide hijo. No soy una religiosa excesivamente ocupada.

—De acuerdo. Veamos… a ver… ¿Dónde he metido el lápiz? Aquí, perfecto. Podemos empezar. ¿Cómo conoció a los padres adoptivos de Oskar?

—Llegaron una mañana de hace ocho meses…

“El Padre de los cielos parecía haberse negado a darle el don de la maternidad a esa buena joven. Y ella lo deseaba enormemente. Al igual que él. Así que decidieron cumplir su sueño a la vez que ayudaban a un joven a tener sustento y familia. Así llegaron Klaus y Anna Von Dier al mismo despacho donde se encuentra usted ahora mismo.

Buscaban un niño lo más joven posible. A ser posible varón. Nuestros chicos eran todos de más de diez años. Por lo que se sintieron muy tristes. Pero me acordé de Oskar. Había llegado al orfanato de una forma peculiar. Nació aquí.

Hace cinco años, llegó una noche una mujer golpeando a la puerta. Decía estar de parto a pesar de faltar aun varias semanas. Le indicamos que mejor sería que acudiera a un hospital. Decía que al único lugar al que podía recurrir era a este lugar santo. La acogimos y la ayudamos a dar a luz. Durante los preparativos para el alumbramiento tratamos de sonsacarle algo sobre su familia o sobre el padre de la criatura. Y solo sabía llorar y decir que no quería hablar de aquello entre estas paredes.

El parto se complicó y la madre murió al dar a luz a su hijo. Un chico varón. Sano como un roble a pesar de nacer antes de tiempo. Oskar le pusimos por ser el patrón del día de su nacimiento. Y aquí quedó pues nadie los reclamó. Ni al bebe ni a los restos mortales de la madre.

Les conté la misma historia que le acabo de contar a usted y la señora Von Dier se mostró sobrecogida. Ese es nuestro hijo Klaus. Era lo único que decía la mujer. Así que se llevaron a cabo los trámites de la adopción y hace seis meses se marcharon de aquí con el chaval en brazos.

Como ayuda, solemos hacer un pequeño seguimiento del niño los primeros meses de estancia en su nuevo hogar. Hacía unos días, el padre nos hizo saber que su madre había estado con el niño y que insistía en llevárselo al castillo que ésta poseía cerca de Berlín. Él estaba contrariado. ¿Es eso bueno para la adaptación del niño? Me preguntó. Nosotras solemos aconsejar que dejen pasar tiempo fuera al niño cuando lo pida. Él me comentó que el niño le había hecho saber que deseaba ir con su abuela o le castigaría. Imagínese. El niño castigando al padre.

La cuestión es que faltaban pocos días para las vacaciones de navidad y el padre le anuncio al niño que por causas de trabajo no podía ir a casa de sus abuelos. Esto enfureció al niño pero nada más. Una pataleta cualquiera.

Y luego el terrible accidente. Que tragedia. Un matrimonio tan joven y tan enamorado”

—Una verdadera lástima. ¿Podría sacar un par de fotos del niño?

—Si claro. Sor Ángela— llamó.

—¿Sí, madre?

—Traiga a Oskar, por favor.

—Por supuesto —dijo y se marchó.

—Enseguida le traen.

—Gracias —dijo Hans preparando la cámara y guardando los apuntes.

Pocos minutos más tarde llegó la monja acompañada de un jovencito bien vestido, peinado y adecuadamente preparado para la sesión de fotos. Entraba sonriente en la habitación. Se dirigió hacia la madre superiora.

—Buenos días, Madre Superiora.

—Buenos días, Oskar. Te presento al Señor Hans Meier. Es un periodista muy importante de la ciudad.

—Encantado de conocerle, Sr. Meier —dijo con un marcado protocolo.

—Lo mismo digo, Oskar.

—¿Ha venido usted por lo de mis papas?

—Sí. Estamos haciendo un reportaje para homenajearles. ¿Sabes lo que significa?

—¿Homenajear? Sí, claro.

—He recopilado datos de ellos y ahora quisiera hacerte unas fotos, ¿no te importa?

—En absoluto —dijo el chico sonriendo.

—Es un chico muy educado, no parece que haya pasado por un trauma como el que ha sufrido —dijo el periodista.

—¿Verdad que no? Eso es obra de Dios que así lo quiso.

—Hay cosas de Dios que a veces no entiendo. Como lo del incendio.

—Dios no  lo dispone todo. Es el libre albedrio.

—Eso lo tengo claro, pero un incendio así no puede ser obra de Dios, mas parecería obra del mismo demonio.

En ese momento miró de nuevo hacia el niño cámara en mano. El chico seguía sonriendo pero…había algo más. Resentimiento. Odio. No habría sabido decirlo pero había algo en la sonrisa y los ojos de aquel chico que le hizo erizarse la piel. Imaginaciones tuyas. Se dijo y realizó las fotos. Se despidió y marchó a casa.

Una vez allí, dejó su bolso y apuntes sobre la mesa del comedor. Eran casi las dos de la tarde y no había comido nada aparte de un desayuno frugal a primera hora de la mañana. Por lo que se dirigió hasta la cocina y se preparó un bocata y con él y una cerveza se dirigió hasta el salón y se sentó delante de la televisión a comer.

Trató de distraerse viendo los noticieros de sobremesa pero nada podía apartar de su mente aquella expresión que había visto durante un instante en el rostro angelical de aquel niño. Tras mucho meditarlo, dejó  el bocata sobre la mesilla auxiliar junto a la cerveza a medio terminar y cogió la cámara.

Bajó hasta el sótano, donde tenía su propio laboratorio de revelado. Apagó todas las luces y a ciegas sacó el rollo de la cámara. Luego, sacó su cartucho y lo depositó sobre el líquido de revelado. Había realizado la misma operación las suficientes veces como para llevarla a cabo en la más absoluta oscuridad sin cometer ni un solo error. La práctica hace al maestro, que decía su profesor.

Transcurridos los quince minutos reglamentarios, encendió la luz roja, sacó el rollo del líquido de revelado y lo colgó  para su secado. Esperó. Una vez secado,  lo depositó en el proyector para la impresión de la foto del negativo en el papel fotográfico. La primera que habría que sacar era la primera que hizo. La del primer plano. La que le asustó.

Introdujo el papel impresionado con el negativo en el primer líquido de revelado. Una imagen empezó a verse en el papel. Lo extrajo con unas pinzas y lo introdujo en la segunda bandeja de líquido fijador. Repitió la operación en la tercera. Y entonces sucedió…

Sin saber porqué, el líquido de la tercera bandeja comenzó a burbujear. Como si hirviera. Empezó a hacer mucho calor en el laboratorio.

—Tranquilízate Hans. Son solo paranoias tuyas.

Pero no. El líquido humeaba. Miró en su interior y vio el rostro del niño mirándole. Pero no era un niño. Aunque tenía el rostro de uno de ellos. La mirada que le devolvía el papel fotográfico era cruel. Con ojos negros, vacíos como dos abismos de oscuridad y una sonrisa de maldad primitiva. Antigua. Sin edad. Y la foto habló.

—Mu-e-re.

—¿Pero que coñ…?

No pudo terminar la frase, todo el laboratorio comenzó a arder. Trató de abrir la puerta pero no podía. Algo la había atrancado. Iba a morir achicharrado. Ya notaba el calor sofocante y el humo comenzaba a obstruir sus pulmones. Una macabra sonrisa sonó en el interior de su cabeza.

No podía permitirlo. Retrocedió. Tomó impulso y se lanzó contra la puerta, la cual, no cedió. Lo volvió a intentar y nada. Se ahogaba. Un tercer intento y un crujido. La última oportunidad. Sintió que se iba a desmayar. Un último empujón y la puerta cedió. Subió las escaleras a trompicones y corrió hasta la calle. Allí se derrumbó.

Cuando recobró el conocimiento, estaba siendo atendido por los paramédicos de una ambulancia. Su casa había ardido por completo. Y un enorme atasco se había producido por culpa del camión de bomberos. Un hombre mayor daba gritos aclamando que tenía prisa. Lo miró y su rostro le resultó familiar.

—¿Quién es ese que grita tanto? —Le preguntó al paramédico.

—El Empresario Viktor Von Dier.

—¿Von Dier?

—Sí, es el padre de Klaus Von Dier. El dueño de la mansión que ardió hace unos días.

—Si, lo sé —dijo incorporándose.

Trató de buscar el vehículo. El atasco se disolvía y el importante empresario regresó a una enorme limusina negra. La ventanilla de atrás estaba abierta. Y el rostro inocente de un niño se asomaba sonriendo al ver el incendio. Entonces lo miró directamente a los ojos y sonrió de nuevo con aquella maldita sonrisa mientras el coche se ponía en marcha y subía la ventanilla.

Hans Meier se volvió a desmayar, no sin antes persignarse. Había visto el rostro de la muerte y no le había gustado. Es más, le había dado miedo. Mucho miedo.

 

Podéis leer las obras del autor en esta página.

 

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Autor del relato: Oscar Bahos Alba, Valanaista.

Redacción: Lydia Alfaro

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