Amores que matan

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Aquel hombre extraño me avisó. Me dijo que no abriese ese libro… Me ordenó casi a gritos que no me lo llevase. Pero yo no le hice caso.

En el lugar más apartado y oscuro de la vieja biblioteca municipal, allí en donde habitaban los libros más antiguos y oscuros, encontré lo que buscaba.

―Reviviré a Dani ―me dije a mí misma en voz alta, una sonrisa ladeada se formó en mi boca reseca.

―¡No lo hagas! ―aun puedo ver los hilillos de saliva en la boca gritona del extraño hombre.

Salió de entre las sombras, casi podría jurar que no estaba cuando yo llegué… Y cuando puse mis manos sobre el antiguo libro polvoriento y pesado como una losa, su voz áspera rompió mis pensamientos de esperanza, de amor contenido. En ese libro se hallaba la respuesta a mis plegarias, a mis deseos más oscuros e íntimos.

―Dani volverá a mí ―me dije a mí misma en voz alta.

El extraño hombre, al ver que no me inmutaba ante sus gritos y advertencias, se interpuso en mi camino al llevarme el libro bajo la protección de mi brazo.

Era escuálido y de poca estatura, yo misma que no mido más de 1´60 le sobrepasaba una cabeza. Su poco pelo era grisáceo y su piel, pálida y arrugada.

No me costó nada darle un manotazo en el pecho y hacerle morder el polvo.

Un viejo loco decrépito no me iba a apartar de mi objetivo.

Puse el pie fuera de la biblioteca cuando ya anochecía, los rayos de sol se escondían ya rojos detrás de los edificios frente a mí.

Miré al cielo y una lágrima escapó de mis ojos… ¡Era tan feliz! Por fin volvería a ver a mi amor. Y nada ni nadie, ni la misma muerte, nos volverían a separar.

Bajé la vista hacia el pesado libro que sostenía en mis brazos y lo acaricié con ternura. El polvo desapareció bajo mis palmas y el color dorado de la tapa dura relució presumido.

Después, dirigí mi mirada hacia el lugar que me esperaba unas calles más adelante. No tenía que mirar al cielo para encontrar a mi amado, no…

Tan sólo tenía que desviar la vista hacia la pared de piedra coronada por una gran puerta de hierro, la verja que me separaba de mi amor.

El cementerio.

Caminé hasta mi objetivo y esperé a que el guardián terminase su jornada. Eran las ocho de la tarde y noche cerrada en esa época del año, diciembre para ser exactos.

―Un año sin ti, mi amor… Pero pronto, pronto te volveré a ver ―recé en un susurro.

Mi impaciencia era tal, que decidí entrar sin más. El cementerio estaba dividido en cinco pisos. Cada uno contenía varias paredes de nichos dispuestos en filas verticales. Dani estaba en el último piso, la pared de la izquierda, el primer nicho empezando por abajo. Al menos lo tendría fácil para sacar a mi amado.

Cuando me aseguré de que el guardián ya no estaba, saqué todo lo necesario para abrir la tumba, una pala, un martillo… Todo cuanto fuese necesario.

Y una vez frente al lecho de mi amado, golpeé el mármol que nos separaba con fuerza hasta arrancarlo de la pared. Me costó más de una hora hacerlo, pero no importaba lo que costase, no… Lo que importaba era que estaba cada vez más cerca de él.

Sudorosa y dolorida por el esfuerzo, contemplé el ataúd de madera oscura.

Mis manos temblorosas por la emoción, sujetaron el libro dorado y encontraron las palabras que buscaba. Esas que le darían de nuevo el aliento de vida a mi Dani.

Las recité esperanzada una y otra vez hasta que vi como el ataúd comenzaba a moverse.

―¡Está vivo! ¡Está vivo! ―grité emocionada.

La tapa comenzó a abrirse y yo contemplaba con una mezcla de conmoción y júbilo el momento del milagro.

Una mano asomó y apartó lo suficiente la tapa como para sacar la cabeza.

El libro cayó de mis manos en aquel justo momento.

―¿Quién eres tú? ―le dije horrorizada al terrible monstruo que había suplantado a mi Dani.

Él salió del nicho y se irguió ante mí. No, no era mi Dani. Él era un hombre bello, corpulento… Y esto… Esto era una momia, un esqueleto podrido. Los órganos vitales se podían adivinar a medio comer por los gusanos que poblaban todo su cuerpo. Los ojos marrones, aun enteros en las cuencas, me miraban fijamente, con deseo…

Cuando los vi, supe que sí era él.

―¿Dani? ―el estupor me había paralizado, él estaba a unos centímetros de mí. Quería irme corriendo… Huir y olvidar que una vez fui tan estúpida como para cometer tal desafío a la muerte. Pero comprendí, cuando él me sujetó por el cuello y me dijo al oído con una voz muy lejana. “Mi amor, he venido a por ti”. Que no había marcha atrás. Él me llevaría a los infiernos con él.

Me dejé arrastrar hasta las profundidades de aquel nicho, que se tornó infinito y muy, muy oscuro.

 

El guardián del cementerio apareció con una linterna en la mano, junto al hombre extraño de la biblioteca.

Llegaron hasta la tumba profanada, el ataúd abierto y nada dentro.

―Le dije que no lo hiciera, ¡se lo dije!

El guardián atisbó por el rabillo del ojo algo dorado tras el hombre extraño de la biblioteca, pero no dijo nada. Aprovechó mientras el tipo seguía con su diatriba para coger el pesado libro entre sus manos y observarlo con creciente avidez.

Comprobando que no había sido visto por el viejo, se lo escondió dentro del abrigo de lana que llevaba. Lo sentía por quien lo hubiese perdido, pero ahora, era suyo.

 

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Autora: Lydia Alfaro.

Relato finalista del I Certamen de Relato Breve de la Fundación Imprimatur en el año 2010 e incluido en la antología «Relato Breve» de ese mismo año. Hoy quería compartirlo con vosotros porque es un relato al que tengo mucho cariño, así que espero que os haya gustado. ¡Feliz viernes!

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