Estoy harto de malas noticias. De noticias deleznables. De sucesos que nunca debieron tener esa categoría. Estoy harto tanto de engaños como de tanta mentiras. Harto de corrupción, harto de putrefacción de buena parte de la sociedad, de la carne de maldad con la que algunos se alimentan su día a día, de los dimes y diretes, de los vaivenes ideológicos interesados. Estoy harto de estar harto, como buena parte de los ciudadanos.
Harto de ver que las cosas no cambian, que el malo triunfa y el bueno sucumbe. Harto de que por culpa de la avaricia de un banco o una caja, una pareja de jubilados se suiciden tras recibir orden de desahucio. Estoy harto de eres, ertes y despidos. Estoy harto de corruptos, golfos y sinvergüenzas. Estoy harto de que los jóvenes no encuentren trabajo, de que sean carne de un éxodo indeseado pero conveniente, de que los parados de larga duración pierdan la esperanza, de que la esperanza haya dado paso a la desesperanza, de que el Estado no esté a la altura que merecen los pensionistas, esos hombre y mujeres que ayudaron a mantener con su trabajo el estado de bienestar que, desgraciadamente, es historia.
Ni la prensa, ni la radio, ni la televisión son portadoras de buenas noticias. Vista, escuchada y leída una, vistas, escuchadas y leídas todas. Algunas, como ciertas teles, con más podredumbre que otras. De tanto almacenar malas noticias huelen que apestan. Están rancias. Hubo un tiempo en el que el clima era otro. Hubo un tiempo en el que se podía respirar y se ensanchaban los pulmones y se gozaba, a lo mejor teníamos menos pero éramos más felices. Hoy, después de haber tenido, no tenemos y encima hemos perdido la pista que conducía a la felicidad, por lo menos a la paz interior que se produce cuando creemos haber alcanzado una meta o simplemente porque estamos bien con nosotros mismos.
Vivimos en el sobresalto y en el miedo. Hasta las tertulias de barra fija están contraindicadas para el buen humor. Ya ni fabricamos chistes como se fabricaban en otro tiempo, aunque estuvieran prohibidos, aunque nos jugáramos el tipo. Ahora vivimos en una nebulosa de incertidumbre en la que arrecian las malas noticias, las noticias escabrosas, las noticias vergonzosas. Donde viven los ladrones de guante blanco y corazón negro como los pobrecicos que afanan lo que sea para comer, por lo menos una vez al día y a ser posible de caliente.
Me gustaría ser portador de buenas noticias. Sin duda las hay. En los pocos niños que nacen y ayudan a mantener los censos. En el hecho real de que los líderes, en este caso religioso y en plenas facultades, también dimiten. En ese acto de solidaridad que se preserva de toda lengua. En el amor de las madres. En la amistad, en el combustible necesario para vivir. En tantas pequeñas cosas. Solo tan pequeñas que pasan desapercibidas. Estamos en la obligación de recogerlas y expandirlas para que cunda el ejemplo para que no solo la avaricia, la golfería, la soberbia, la corrupción, la maldad y la impunidad de unos pocos, envuelvan por completo la actualidad cotidiana.
Por favor, hagamos un hueco a las buenas noticias. Colaboremos en su fomento. Arrimemos el hombro para hacerlas realidad frente a los que arriman el ascua a su sardina o la mano al cajón del dinero. Las buenas noticias son posibles. Las buenas noticias existen. Tenemos que esforzarnos por encontrarlas.
Un lugar de arte, cultura y divulgación, en el que podrás encontrar reunido el presente, el pasado y vislumbrar algo del futuro, ¿te atreves a leernos?
ISSN (edición on-line): 2254-2663
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