¡África sonríe, Getafe también!

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Resulta que te personas nuevamente en el recinto del Cultura Inquieta 2013 y está atestado de gente. Seguro que hoy toca un grupete que tiene tirón entre la muchachada, piensas para tus adentros mientras buscas un lugar medianamente vacío para asentarte. Y resulta que tal sitio no existe. Y muchos otros interrogantes pululan por tu cabeza, como la dificultad intrínseca de ir al retrete en semejante tesitura, hasta que de la nada emerge en el escenario Richard Bona. Wikipedia nos lo vende como un multiinstrumentista de jazz. Pero no hagan caso. Es mentira. Bona es un coctelero de la globalización. Y allí le ves, haciendo virguerías con su bajo, acompañado de una banda multicultural de varios rincones del mundo. Todos virtuosos. Guitarra, teclados, trompeta, batería y el bajo del señor Bona. Que aporrea con un ritmo inhóspito, tan acompasado y tribal como solo un oriundo de Camerún (como es el caso) podría hacerlo.

 Y ahí está, bajo una gran barra de bar a modo de escenario, colocando con mimo todos los ingredientes a la hora de elaborar un combinado con cuerpo. Agitado. Y removido también, nada de hacer ascos como el estirado ese de James Bond. Sobre la mesa, su citado buen hacer. Unas gotitas de Funk. Improvisaciones jazzísticas. Aderezado con gotas de Soul, pop ochentero (sí, no me miren así) sonidos orientales, diabólicos riffs de guitarra. Y toques polirrítmicos al más puro estilo afro beat. ¡Y salsa! (Que no me he vuelto loco, lo juro, hay testigos). Dos temas cuya autoría podría otorgarse con los ojos cerrados a cualquier combo tropical, si no fuera porque su voz nos lleva muchos kilómetros más allá, al continente maltratado.

Una voz que en dos temas demuestra que, pese a su virtuosismo, es lo único que necesita para llenar un escenario. Un tono dulce, parsimonioso, que destila talento, que consigue anestesiar a una caterva de personas extasiadas que la reciben, pese a su excitación, con un silencio sepulcral. Respetuoso. Y él corresponde cantando un par de estrofas de un modo que recuerda terriblemente al palo más místico del flamenco. Y no se oye un alma, porque deja a todos boquiabiertos. Y no, no ha sido chiripa, que luego nos lo dice, que lo ha hecho aposta. Y luego saca una pequeña guitarra a la que denomina “su juguete” y le da la razón a Wikipedia en aquello de que se trata de un multiinstrumentista. Y después, para rizar el rizo, canta sobre su propia voz previamente pregrabada y consigue transportarte a una recóndita aldea donde niños desnudos corretean entre el polvo y cantos tribales se perpetúan al alba.

El líquido resultante ofrece un marcado regusto africano , hilo conductor en este batiburrillo de esencias exóticas. Un mejunje sonoro que, lejos de desconcertar, engancha. Que por momentos suena a Bruce Springsteen. Y luego a Fela Kuti. Y más adelante a Tito Puente. Y también a Living Colour. Y si no tenían suficiente con volvernos locos, se sirve condensado en un solo lugar y a la misma hora. Y la gente pide más. Y se vuelve loca bailando. Y responde a la constante interacción de la banda. Solicitando palmas. Alabando el clima, la comida y las mujeres de la localidad. Consiguiendo que todo el mundo (incluso hombres y mujeres por separado) canten estribillos en un idioma del que nadie de los presentes conocía una sola palabra. Haciendo trizas la vergüenza del respetable para empujarles hacia un festejo excelso, desmedido, lleno de color y de felicidad.

Porque es ahí donde radica el ingrediente secreto. El que consigue solapar al resto, el que dota al cóctel de un sabor inolvidable. Y no es otro que el hecho de percibir que el camarero te lo está sirviendo con una sonrisa permanente tatuada en sus labios. Mientras toca. Mientras habla. Mientras bebe. Sonrisas sinceras, solo probables entre quienes disfrutan de verdad de lo que están haciendo sobre un escenario. Una comunión pagana que los presentes no querían dar por terminada. Cuando me giré para irme tras un bis de regalo, todo a mi alrededor era gente risueña. Juro no haber visto algo parecido en ningún otro concierto. No había una sola persona que no hubiera probado el cóctel. Y todos, embriagados, se quedaron reclamando que volviera al escenario y que nunca jamás se fuera.

Esa sonrisa era contagiosa, Richard, y no nos lo habías contado.

Crónica: Chris Val

Fotos: Cultura Inquieta 2013

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