Sylvia Plath, cuando el límite de la poesía es la muerte del amor

  Una vez leí una frase que decía: “para un hombre, el amor es parte de su vida…, para una mujer, el amor es su vida entera”. Aquello de que […]
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Una vez leí una frase que decía: “para un hombre, el amor es parte de su vida…, para una mujer, el amor es su vida entera”. Aquello de que las mujeres  somos más emocionales y que  para nosotras encontrar esa media naranja es casi como la búsqueda del santo grial, es algo tan extendido ya, que casi se ha convertido en un una verdad per sé. Parece que si una mujer no tiene amor se siente vacía, esto me lleva siempre a pensar en Sylvia Plath. Una mujer talentosa, pionera de la poesía confesional, esa poesía sincera y visceral que hace que cada uno de sus poemas parezca un conjuro de magia negra. Una mujer a la que su muerte convirtió en leyenda y que su vida se vio tristemente  gobernada por el amor en su forma de verdugo más cruel.

Dejadme que os cuente (como si de un cuento post moderno  y fatal se tratase) la desconsolada historia de amor de Sylvia Plath :

 El 27 de octubre de 1932 nace en Boston, Sylvia Plath, una niña precoz   que a los ocho años ya publica su primer poema en un diario de su ciudad. La vida de Sylvia se ve marcada ese mismo año con la muerte de su padre Otto, y ella  jamás se recuperaría de esa sensación de vacío y abandono que le creó la ausencia de una figura paterna.

Creció con su madre y fue educada para ser la típica chica complaciente americana de los años cincuenta.

En 1955, después de graduarse con honores del Smith collage, Sylvia ganó una beca para estudiar en la universidad de Cambridge. Allí conoció a Ted Hughes, poeta, amigo, amante, del que se enamoró  irremediablemente y con el que se casó un 16 de junio de 1956. Sylvia lo admiraba notablemente, aunque su poesía era muy distinta a la suya. Ted tenía un notable éxito y Sylvia vivía a su sombra, interpretando a la perfección su papel de esposa entregada tal y como la sociedad lo  exigía.

Pronto su matrimonio se vio enturbiado por las infidelidades de Ted y la sensación de mediocridad de una vida para la que Sylvia no se sentía preparada. Su poesía era demasiado sincera para su época, sus versos parecían gritar y sufrir, y el mundo  no estaba aún preparado para ello.

Por aquel entonces Ted Hughes era el poeta, el famoso, el playboy, y Sylvia  era solo la “esposa de”, la madre de dos hijos, la profesora, la que escribía unos poemas mediocres y feministas, y la celosa que veía fantasmas en las mujeres que se acercaban a su  marido. Después de que naciera su segundo hijo (una niña llamada Frieda) Ted abandonó a Sylvia, porque era una celosa, posesiva y estaba “falsamente” obsesionada con la fantasía de que Ted tenía una relación con Assia Wevill.

Pocos meses después, Assia se divorció y  entabló un romance con Ted Hughes, y se supo abiertamente que Ted había dejado a Sylvia porque ya mantenía aquella relación con Assia.

Sylvia enfermó y  alquiló una casa en la que anteriormente había vivido Yeats, lo que interpretó como buen presagio, y se dedicó a escribir, época en la que  depuró su estilo hasta un límite que bordeaba la obsesión, con una meticulosidad y un ensimismamiento por la perfección muy común en ella a esa altura de su vida.   “el no ser perfecta me hiere” escribió Sylvia en su diario en 1957.

En el invierno de 1963 con 30 años, Sylvia le pide a Ted que vuelva a casa con ella y sus hijos, y éste le dice que no porque Assia está embarazada. Sylvia escribe su último poema,  acuesta a sus hijos, les deja leche y pan junto a la cama, cierra la puerta de la habitación de los pequeños con cuidado, sellándola bien con toallas, y se dirige a la cocina en donde se suicida abriendo  la llave del gas  y metiendo la cabeza en el horno.

Años más tarde se ha especulado con que Sylvia Plath pudo  haber sufrido un trastorno  bipolar que hoy en día se trata con medicamentos.

Seis años después de su muerte y cuando Ted se  hallaba casado con Assía y tenían una hija en común. Assia se suicida de la misma manera, abriendo la  llave del gas, sólo que ésta   se lleva también consigo la vida de la hija de ambos, la pequeña Shura de 4 años. «Sylvia está creciendo en Ted, enorme y espléndidamente. Yo me encojo día a día, mordisqueada por ambos. Me comen», escribió Assia en uno de sus diarios. Assía no pudo convivir con el recuerdo de Sylvia y con las nuevas amantes de Ted, una de ellas era Carol Orchard, la que a su vez sería después su tercera esposa.

Al morir Sylvia, Ted Hughes se convirtió en albacea de sus bienes y  publicó en 1981 la colección de sus poemas completos, que fue todo un éxito y ganó el premio Pulitzer póstumo en 1982. Luego Ted siguió publicando todo cuanto Sylvia había dejado, incluso sus diarios, excepto el volumen de estos que habla de su matrimonio, volumen que destruyó alegando que podía ser “nocivo” para los hijos que había tenido en común con Sylvia.

Parte del dolor que le causaba su matrimonio y  el sentirse mediocre, está reflejado en su novela semi autobiográfica  La campana de cristal, publicada bajo el pseudónimo de Victoria Lucas. Una novela única, honesta, escrita con una prosa sencilla pero visceral. Al leerlo sientes que tienes a Sylvia al lado susurrándotela, y te metes tanto en sus letras que  llega un momento en el que te parece normal que vaya por la casa buscando donde colgarse, echándole la culpa de su mala suerte al techo, que no ayuda a sus propósitos. Un libro escrito con destellos de ironía y humor negro entremezclados con una tristeza profunda, con dudas existenciales, con esa angustia de precisar encontrarle un sentido a la vida, bajo una campana de cristal que la aísla del mundo, y que la hace respirar el mismo aire una y otra vez, y preguntarse al ver su vida: ¿esto es todo?

“Vi mi vida desplegándose ante mí, mi vida como las ramas de la higuera verde […] En la punta de cada rama, como un grueso higo morado, pendía un maravilloso futuro. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era una famosa poeta y otro higo era una brillante profesora y otro higo era Esther Greenwood, la extraordinaria editora […] Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ése árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, lo higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies”. (La campana de cristal)

Sylvia, una triste historia, para una gran poetisa, a quién la vida (o el amor) le pudo la batalla, y prefirió marcharse a su mundo onírico donde finalmente podría ser perfecta.

Límite (Sylvia Plath, invierno 1963)
La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo muerto muestra la sonrisa de realización,
la apariencia de una necesidad griega
fluye por los pergaminos de su toga,
sus pies desnudos parecen decir,
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,
uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía.
Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo;
así los pétalos de una rosa cerrada,
cuando el jardín se envara
y los olores sangran de las dulces gargantas
profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse,
mirando con fijeza desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crepitan y se arrastran.

 

Redacción: Jhayra Bravo Riascos

 

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