Relatos de algunos de los grandes de la literatura del terror

«El Cuervo», de Edgar Allan Poe Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado meditaba sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, […]
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«El Cuervo», de Edgar Allan Poe

Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado meditaba sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, casi dormido, escuché de pronto un leve golpe, como si suavemente tocaran, tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante tocando quedo a la puerta de mi cuarto. Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! Recuerdo con claridad aquel gélido diciembre; espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo; deseaba con angustia la llegada del nuevo día y en vano me esforcé por buscar en mis libros una tregua a mi dolor. Dolor por la pérdida de Leonora, la preciosa y radiante joven a la que los ángeles llaman Leonora. Y a la que aquí nadie volverá a llamar.
Y el crujir triste, vago, escalofriante de la seda de las cortinas rojas me llenaba de fantásticos terrores jamás antes sentidos. De manera que para acallar el latido de mi corazón, me ponía de pie y repetía:

“Es un visitante a la puerta de mi cuarto que desea entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos, y ya sin titubeos dije: “Señor, o señora, imploro vuestro perdón, mas como estaba adormilado cuando vinisteis a tocar tan quedo a la puerta de mi cuarto, apenas pude creer que os oía.” Y entonces abrí la puerta de par en par, y ¿qué es lo que vi? Oscuridad y nada más.

Escrutando con atención aquella negrura permanecí largo rato atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que ningún mortal se haya atrevido jamás a soñar. Pero el silencio insondable no fue turbado, y la única palabra que pudo escucharse fue el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?” Era yo el que susurraba, y a su vez el eco lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!” Sólo esto, y nada más.

Vuelvo a mi cuarto, y sintiendo mi alma toda, toda abrasándose dentro de mí, no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente algo sucede en la reja de mi ventana. Veamos qué es y exploremos este misterio: ¡Es el viento, y nada más!»

De un golpe empujé la persiana y con un tumultuoso batir de alas, entró majestuoso un cuervo digno de los santos días idos. No efectuó la menor reverencia, ni se paró un instante; y con aires de gran señor o de gran dama fue a posarse en el busto de Palas, sobre el dintel de mi puerta. Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano cambió mis tristes fantasías en una sonrisa, por el grave y severo decoro del aspecto de que se revestía.

“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—, no eres cobarde, lúgubre y viejo cuervo, viajero salido de las riberas nocturnas. ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!»
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado pudiera entender tan fácilmente mi lenguaje, aunque su respuesta no tuviera gran sentido ni me fuera de gran ayuda. Pues no podemos sino convenir en que ningún ser humano ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro posado sobre el dintel de su puerta, un ave o un animal, posado en el busto esculpido de Palas en el dintel de su puerta y con semejante nombre: “Nunca más.”

Pero el Cuervo, posado solitario sobre el plácido busto, no pronunciaba más que esas palabras, como si en ellas vertiera su alma entera. No dijo nada más; no movió ni una pluma. Y entonces yo comencé a murmurar débilmente:

“Otros amigos ya han volado lejos de mí, mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces el pájaro dijo : “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio tan con tan idóneas palabras, exclamé:
“Sin duda, sin duda lo que dice es todo lo que sabe, su único repertorio, aprendido de un amo infortunado a quien el desastre persiguió, acosó sin dar tregua hasta que sus canciones tuvieron un único estribillo, hasta que las endechas de su esperanza llevaron sólo esa carga melancólica de ‘Nunca, nunca, nunca más’.”

Pero el Cuervo arrancó todavía de mi alma triste una sonrisa; acerqué un mullido asiento frente al pájaro, el busto y la puerta; y entonces, hundiéndome en el terciopelo, empecé a enlazar una fantasía con otra, pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño, lo que este torvo, desgarbado, hórrido, flaco y ominoso pájaro de antaño quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra, frente al ave cuyos ojos, como tizones encendidos, quemaban hasta el fondo de mi pecho. Trataba de adivinar eso y más todavía, sentado con la cabeza reclinada en el terciopelo violeta acariciado por la luz de la lámpara y que su cabeza, la de ella, no oprimiría ya, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire se espesaba, perfumado por un invisible incensario mecido por serafines cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable! —exclamé—, tu Dios te ha concedido por sus ángeles una tregua, una tregua para que olvides tus recuerdos de Leonora. ¡Bebe, oh, bebe este dulce caldo y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé— ¡Ser de desdicha! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e impávido, a esta desértica tierra encantada, a este hogar visitado por el Horror! Profeta, dime, te lo suplico, ¿existe, dime, existe un bálsamo para este dolor? ¿Existe el bálsamo de Galaad? ¡Dime, dime, te lo suplico!”

Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé— ¡Ser de desdicha! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio! ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos, dile a esta alma llena de dolor si en el remoto Edén tendrá entre sus brazos a una santa joven, a quien los ángeles llaman Leonora, tendrá entre sus brazos a una preciosa y radiante joven a quien los ángeles llaman Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Que esta palabra sea nuestra señal de partida pájaro o espíritu maligno! —le grité irguiéndome—. ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. No dejes aquí una sola pluma negra como recuerdo de la mentira que tu alma ha proferido! Deja mi soledad intacta. Abandona el busto del dintel de mi puerta. Aparta tu pico de mi corazón y tu figura del dintel de mi puerta.»

Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo, inmutable, nunca emprendió el vuelo. Todavía sigue allí posado, sobre el pálido busto de Palas, en el dintel de la puerta de mi cuarto. Y sus ojos se parecen a los de un demonio que sueña. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama proyecta en el suelo su sombra. Y mi alma, fuera del círculo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá volver a liberarse. ¡Nunca más!

*****

«La bestia en la cueva», de H.P. Lovecraft

La horrible conclusión que se había ido abriendo paso en mi espíritu era ahora una terrible seguridad. Estaba perdido, perdido sin esperanza en el amplio recinto de la caverna de Mamut. Mirase a dónde mirase no podía encontrar ningún objeto de referencia para alcanzar la salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del mundo exterior. La esperanza se había esfumado. Sin embargo, educado por una vida de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos habían enloquecido en circunstancias como esta, pero yo no. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos senderos tortuosos.

Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total. Mientras me encontraba bajo la luz débil y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas, tratando de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme. En vez de salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.

Resolví no dejar piedra sin mover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios.

Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso suelo de la caverna.

¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar los gritos cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes incisivos. Estos impactos eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.

Me convencí que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me llegaría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro no serviría para preservarme de un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo y pasase de largo. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.

Noté que debía estar armado para defenderme del ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes, y esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde.

Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión se hizo tremenda. Mi fantasía hizo surgir formas terribles de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo.

Estaba petrificado, encadenado al suelo. Dudaba que pudiera lanzar el proyectil cuando llegase el momento crucial. Ahora las pisadas estaban al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, que mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia.

Después de ajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció inmóvil. Casi agobiado por el alivio me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. Corrí a toda velocidad en la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.

Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.

La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola, cuando de pronto un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.

Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.

El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.

Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.

El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡UN HOMBRE!

*****

«El miedo», de Guy de Maupassant

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.
Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.
Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.
Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez: ?Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.
El comandante prosiguió, riéndose: ?¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.
Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta : ?¡Permítame explicarme ! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro: ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en todo su espantoso horror.
Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado al mar desde la cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido e inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin arrepentimientos.
Pero el miedo no es eso.
Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la visa no vale nada; se resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se ignora el miedo.
Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:
Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero mis grandes aún, y estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.

Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.
En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.
Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: «La muerte está sobre nosotros.» Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.
Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra ocasión…
El comandante interrumpió al narrador: ?Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?
El viajero contestó: ?No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el pergamino.
Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
Sigo con mi segunda emoción.
Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y mi ropa pesada.
Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: «¡Qué tiempo tan triste!» Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.
La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor. Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: «¿Quién es?» Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.
Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared.
Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo bruscamente: ?Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Le espero otra vez esta noche. ?Y añadió con un tono que me hizo sonreír: ?Por eso no estamos tranquilos.
Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.
Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas.
Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.
Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida: ?¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Le oigo!
Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarles otra vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de Punta. El guarda, lívido, gritó: ?¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté.? Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.
A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba espantoso.
Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.
Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces el campesino que me había guiado, se abalanzó sobre él, en una especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un pequeño patio, echó al animal afuera.
Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar, con una mano vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo quejumbroso.
Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había disparado. Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el aparador.
Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.
Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.
No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico destrozado por una bala.
Había salido del patio escarbando un agujero bajo una empalizada.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió: ¿Aquella noche no corrí ningún peligro, pero preferiría volver a empezar todas las horas en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.

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