Relato: «Reflexiones de un médico de familia del Raval»

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Juan Carlos vino hoy solo al ambulatorio. Quería arreglar apenas una receta, pero el motivo inicial de su consulta se disuelve entre otros mil que surgen casi sin querer. Me explica que consigue tener limpia la casa y sale casi cada día a hacer la compra. Artemia seguramente no se lo agradece demasiado. No es que lo valore, es que con la quimio se está terminando de quedar sin fuerzas.

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Artemia supera los setenta y cinco, y más de cincuenta los vivió en el barrio chino, o del Raval, en Barcelona. Y de allí no se ha movido. Fue inmigrante pobre que vino a parar a la zona proscrita, pero peleó modesta y honestamente para salir adelante. Su marido desapareció, y nunca habla de él, pero le dejó sus genes en un hijo, Juan Carlos, al que crió en solitario.

Cuando Juan Carlos volvió de la mili (aún hay una foto en el salón de un apuesto joven enfundado en su uniforme), sus venas corrieron la buena y mala suerte de conocer la heroína. Nadie sabía por aquel entonces qué era, no se podía casi conseguir…  pero los arrabales de la ciudad siempre son pioneros en estas cosas, y la transición post-franquista, «sin una gota de sangre», no debió ser igual para todos.

Obviamente, le encantó.

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Hemos hablado un rato, su madre está peor. Ya debe hacer unos cuatro meses que le diagnosticaron el cáncer pulmonar, en el pulmón contrario al que tiene medio cerrado por una red de cicatrices del fumar. Parece que la quimioterapia sólo fue parcialmente efectiva, en el TAC el tumor ha sido reducido de 12 a 8 centímetros, pero algún ganglio regional ha crecido. No le pueden dar radioterapia porque la función pulmonar está de base comprometida, así que el oncólogo ha decidido dejarle reposar un par de meses antes de volver, con buena fe, a evaluar si envenenarla con quimio.

Narra todo esto con cierto conformismo, aunque pregunta todo para entenderlo bien. «Pero está muy malita», lo argumenta por las dos visitas a urgencias que se han visto obligados a hacer esta última semana. Porque siempre se ahoga, pero a veces más, y no puede respirar ni sentada en la cama. En la puerta de Urgencias le ponen mascarilla y antibiótico, en cuanto se recupera un poco ya se vuelve a casa aunque le ofrezcan una noche en Observación. Ella no es de molestar, y un hogar es un hogar.

Menos mal que Juan Carlos la bajó casi en brazos y cogió un taxi para los mezquinos cincuenta metros de distancia al centro médico. No sabía que podía llamar al 061, porque nunca lo había hecho, y nunca lo preguntó. Ha debido salir a su madre: tampoco le gusta molestar. «Ella es mi vida, ¿qué no voy yo a hacer por ella, pobrecita?»

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Juan Carlos pasó un par de décadas inmerso en el caballo, en su búsqueda a toda costa, sin condiciones. Encontró una novia toxicómana que no le facilitó las cosas y tuvo el dudoso honor de ser de los primeros sero-convertidos en VIH positivo. Robó y delinquió por cuatro cochinas perras, fue encarcelado en la Modelo con el Vaquilla y sus amigos, también en Euskadi donde conoció etarras. Sus historias merecen un libro.

Artemia no lo abandonó ni un momento: aunque de buena gana quisiera, no podía. Cuando lo veía, sufría. Cuando no lo veía, sufría más. Juan Carlos se enternece cuando recuerda a su madre, viajando un fin de semana entero en un tren de mierda (porque era el más barato) hasta Guipúzcoa, una decena de horas de ida, charlar con su hijo unos minutos, darle 500 pesetas para tabaco, y una decena de horas hasta Barcelona, para llegar el lunes a trabajar. No lo había olvidado, ni esto, ni otras miles de cosas que ella le demostró. No soy quién para poder explicar sus profundos sentimientos de agradecimiento filial…

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Al final de todas las preguntas técnicas, quiere una fecha… pero yo no puedo dársela. Sabe que la incertidumbre no significa optimismo. Cuando nos centramos en él, en vez de en su madre, pronto vuelve a dar un paso atrás, a la sombra de los focos, para dejarla a ella ser la protagonista. Vive por y para ella. Es tan incondicional que dudo si podría desmoronarse si le falta: y no es una quimera, es inminente.

Juan Carlos, con su cara afable, afiladísima (que hace dudar de quién consumía a quién), lleva diez años en absoluta abstinencia, tras intentos cada vez más acertados, al final lo consiguió. Hace yoga asiduamente y se lleva genial con todos en el barrio. Sólo los carrillos, otrora rollizos y hoy ciertamente cadavéricos, denotan su pasado. Se siente mejor que nunca.

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Hablamos de cómo podrá encajar él la muerte de «su vida». Porque a mí me asusta.

– ¿No tienes miedo a recaer cuando ella se vaya?

Sonríe. Calmado, seguro, mirándome a los ojos; como un bromista dispuesto a descubrirse ante su víctima para no hacerle pasar más mal rato. Los grandes ojos bajo el ceño elevado, me miran con compasión.

– No, no, qué va… No podría volver a consumir. Porque sería como traicionarla. Aunque ella no estuviera, yo sé que me estaría viendo, y no podría hacerle eso, no se lo merece. Ya le he hecho bastante… no le volveré a fallar. No.

 

Escrito por Miguel Castillo, un médico de familia del Raval

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