Finalista del I Certamen Literario “Pandora Magazine”: Jose Antonio García Santos, «La superstición del mujeriego»

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La superstición era, junto con su pasión por las mujeres, la única herencia que Quintín había recibido de su familia. Al haberse criado con sus abuelos, y no haber gozado de demasiadas posesiones materiales, parecía que la providencia le había obligado a elegir como legado una cualidad de cada uno de ellos. De su abuelo Néstor, había adquirido el hábito de quedarse embobado con la figura femenina en cualquiera de sus versiones, ya fueran jóvenes o maduritas, altas o bajas, rubias o morenas, gordas o flacas…, daba igual. Todas y cada una de las veces que se cruzaba con una mujer su cuello realizaba un movimiento digno de un contorsionista, con el fin último de deleitarse el mayor tiempo posible con las curvas de la dama objeto de deseo en ese momento. De su abuela, por otro lado, había heredado todas las supersticiones que uno pudiera llegar a acumular. De hecho, cualquier truco que el vidente televisivo de turno ofreciese como remedio, contra el mal que fuese, Quintín lo ponía en práctica. No contento con eso, por añadidura, se prestaba a buscar el significado más retorcido y mágico que los sueños pudieran tener, no fuera a soñar con algo que no interpretara bien y tuviera algún problema.

          Por eso, aquella mañana, de camino al trabajo, no hacía más que pensar en el sueño que había tenido la noche anterior. Había soñado que se le caía un diente, y eso, según decía su abuela Francisca y corroboraba Paco Porras, significaba que alguien iba a morir. Con el miedo en el cuerpo, intentaba justificarlo de alguna manera. Había visto recientemente la película 1.984, después de años de haber leído tan magnífica novela de George Orwell, y, la escena en que a Winston le arrancan un diente, aún martilleaba en su cabeza. Además, un amigo le había insistido en que se quitara el piercing que, a su edad, todavía adornaba su labio. Acabará por hacerte perder el diente, decía. Igualmente, creía recordar que, en el sueño, despertaba habiendo soñado que perdía la paleta derecha, lo que significaba que era un sueño dentro de otro. ¿Sería esa la versión onírica de la ecuación matemática negativo por negativo igual a positivo? No podía saberlo y, por tanto, no podía quedarse tranquilo.

          Así, con tales dudas en la cabeza, vislumbró, a través del triángulo que formaba la escalera de un electricista contra la pared de un edificio, las curvas de una apetecible moza. Acercándose cada uno por un lado de la escala, Quintín pudo ver como la lozanía de aquella señorita eclipsaba con su esplendor la luz del día que se filtraba entre los edificios.  De esa manera, sin perder detalle alguno del monumento femenino que sus ojos escrutaban, bajó de la acera para esquivar el demoníaco artilugio que el electricista se había obstinado en poner en su camino. Y fue entonces, sólo entonces, cuando el automóvil lo embistió y pudo cumplirse la predicción de que, aquel día, alguien iba a morir.

 

Autor: Jose Antonio García Santos

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