Ara vos prec (o el juego del amor)

Alrededor del año 1000 d. C., en el sur de lo que hoy es Francia, que entonces se conocía como el Languedoc, tierra de cátaros y trovadores, de lengua occitana, […]
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Alrededor del año 1000 d. C., en el sur de lo que hoy es Francia, que entonces se conocía como el Languedoc, tierra de cátaros y trovadores, de lengua occitana, surgió una refinada y compleja concepción del amor como reflejo de las relaciones de vasallaje medievales conocida como amor cortés.

Lo más curioso de esa concepción es que era ante todo literaria: un juego poético que transcurría más allá de la realidad; el amor cortés se oponía al matrimonio o mal casament, lo que no es de extrañar, pues los matrimonios solían ser poco más que alianzas comerciales, militares, dinásticas o patrimoniales, llegando en ocasiones los nobles a casarse en ausencia o cuando aún eran niños.

Todo un corpus poético de más o menos trescientos años de duración, con centenares de trovadores distribuidos en muy diversos reinos que ocupaban lo que hoy son Reino Unido, Francia, Alemania, Portugal, España e Italia; ilustra, argumenta y sanciona todo un código de actitudes, creencias y usos amorosos cuyos ecos llegan hasta hoy.

Por lo general, un poeta, trovador o no —trovador era el poeta que además cantaba sus composiciones, pero se podía ser poeta y encargar a otro ( el juglar) que las cantase—, se declaraba enamorado de una dama –noble, por supuesto- y se ponía a sus servicio como enamorado, al que si la dama era compasiva, daba prendas de amor, y si era ingrata, lo dejaba abrasarse en el fuego de la pasión y el sufrimiento, sin prendas ni privilegios que  compensaran tan grande amor. Un detalle importante es que las damas eran siempre damas casadas, lo que hace evidente que se trataba nada más que de un galante juego literario, ya que las composiciones eran del dominio público y se exhibían en las cortes y castillos en los que mandaba el marido de la dama, y cuesta creer que todos aquellos maridos, caballeros de pelo en pecho y cota de malla, que lo mismo despedazaban infieles en Tierra Santa que se zampaban un jabalí matado con sus propias manos, fueran todos cornudos y más aun; cornudos felices, puesto que solían ser ellos mismos los que daban alojamiento, asignación y regalos y prebendas en sus cortes a los que celebraban y galanteaban a sus mujeres. Claro, que a lo mejor no estaba mal tener a alguno que entretuviera a la parienta mientras tú te dedicabas a poner en práctica el derecho de pernada, o lo que es lo mismo, pasarte por la piedra a siervas y vasallas.

Lo extraordinario, sin embargo, no es la fortuna que esas cortes de amor conocieron entonces, sino la pervivencia posterior de muchos de sus postulados, costumbres y usos amorosos, cuando el mundo que los había alumbrado y cobijado ya no existía: Dante vio una sola vez a Beatriz, cuando ella tenía siete años, Julián Sorel y el joven Werther se enamoran y rondan a mujeres casadas que no pueden corresponderles y eso cimenta su desgracia. Incluso podemos encontrar ecos lejanos del amor cortés y todas sus ceremonias en los culebrones, en las canciones pop y en las comedias románticas hollywoodienses.

Fue Dennis de Rougemont, en un brillante ensayo titulado El amor y occidente, publicado por primera vez en Francia en 1938, quien llamó la atención sobre el papel fundamental que aquel galante y en apariencia inofensivo juego literario desempeña en la visión y las actitudes que los occidentales y aquellos que por desgracia han sufrido nuestra colonización y conquista tenemos frente al amor: el rechazo de la tranquilidad, lo poco deseable de la rutina matrimonial, el convencimiento de que el dolor es parte indispensable del verdadero amor, la necesidad de pruebas y dificultades, el casi siempre trágico final. Una obra literaria contemporánea al ensayo de de Rougemont, Bella del Señor, de Albert Cohen, es tal vez una de las últimas y más espléndidas encarnaciones de aquella ficción medieval que aún gravita sobre nosotros: hay muchas personas que tal vez nunca han oído hablar de ningún trovador pero no quieren casarse porque no pueden “poner su amor en un papel o someterlo a un contrato” o que, en caso de casarse “sólo lo harían por amor”. Puede parecernos muy moderno, pero todo empezó como un juego hará ahora unos mil años.

 

Redacción: Jerónimo Fernández

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