TRADICIÓN, Nuria C. Botey

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TRADICIÓN

La temporada de baños en la piscina de nuestra urbanización comienza el 15 de junio y termina el 15 de septiembre. El último día se celebra siempre una fiestecilla. Nada del otro mundo, ¿eh? La comunidad de vecinos hace una pequeña inversión en refrescos, cervezas y chucherías para picotear. Patatas fritas, aceitunas, ganchitos, gominolas, y las normas de conducta se relajan hasta casi desaparecer. Meter colchonetas hinchables en el agua, comer en el césped contiguo a la piscina, incluso tirarse a bomba: todo está permitido. Es un día alegre y relajado, un minicarnaval privado que precede al ayuno austero de la cuaresma. El final de un verano que conserva su desenfreno infantil hasta el último minuto. Todos los años terminamos la fiesta lanzado al agua al socorrista, vestido de pies a cabeza. Es tradición.

 

Este verano, la empresa que se encarga del mantenimiento de la piscina envió a un chico nuevo, menos desenvuelto que la muchacha que mandaron el anterior, pero tan agradable y servicial como ella. Siempre llegaba puntual para abrir la verja, comprobar la depuradora y limpiar las hojas caídas durante la noche. Se deshacía en sonrisas cuando no le quedaba más remedio que amonestar a los niños para que saliesen del agua a la hora de cerrar, e incluso ayudaba a doña Soledad a plegar y desplegar su tumbona si el ataque de artritis se lo impedía.

 

Siguiendo la tradición, el día de cierre de la piscina lo tiramos al agua vestido de pies a cabeza. Ninguno supimos reaccionar al ver que se hundía entre aspavientos y alaridos de pavor. «¡No sé nadar!», gritaba, «¡Socorro! ¡No sé nadar!».

 

Los presidentes de los tres bloques que conforman la comunidad nos pusimos de acuerdo enseguida. «Fue un accidente». «Resbaló y se golpeó en la cabeza». «Había bebido más de la cuenta». La policía nos creyó y procedió al levantamiento del cadáver, con precisión y cierto hastío.

 

Nadie volvió a hablar de ello en los meses siguientes. Como todos los años, la empresa de mantenimiento cubrió la piscina con una lona azul para proteger el agua de los rigores del invierno y los vecinos decidimos aprovechar la tesitura para enterrar debajo cualquier recuerdo de lo sucedido.

 

Por desgracia, el viento de noviembre, que azota las ventanas de nuestras casas y zarandea las copas de los cipreses que delimitan el perímetro de la urbanización, no está dispuesto a respetar dicho acuerdo y se empeña en recorrer los soportales repitiendo una y otra vez los gritos de auxilio del muchacho.

 

En sí mismo, esto no iría más allá de la anécdota macabra… Pero es que ayer tarde llamó a mi puerta doña Soledad, muy preocupada porque su nieta menor jura y perjura que ya en dos ocasiones ha visto una silueta blanca al otro lado de su ventana, justo antes de cerrar los ojos a la hora de dormir.

 

Autora: Nuria C. Botey

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora