PROHIBIDO DESPERTAR A LOS MUERTOS, Tony Jiménez

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PROHIBIDO DESPERTAR A LOS MUERTOS

 

El vigilante del cementerio de Shelter Mountain se fijó en el hombre del tatuaje la tercera vez que éste visitó el lugar. Hasta entonces, apenas si sabía que iba; para él no era más que otra persona entre tantas que acudían a rendir culto a los muertos que allí habitaban.

Cuando le vio esparcir tiza sobre una de las lápidas todo cambió.

Era viernes. Herbert Willis inspeccionó su reloj de pulsera para comprobar que ya era hora de cerrar el cementerio. Una vez vio que eran las nueve de la noche, esperó frente a la verja a que todo el mundo partiera. A pesar de que un buen número de personas salió del camposanto, decidió dar un breve paseo para vigilar que nadie se hubiera quedado dentro; siempre había un rezagado que no conocía la hora de cierre, o se la pasaba a conciencia.

Entonces, atisbó la figura de un hombre trajeado arrodillado frente a una de las lápidas. Se fue acercando a él con tranquilidad, hasta que se detuvo al ver lo que estaba haciendo: parecía espolvorear con algo la lápida que visitaba.

Algo más le extrañó. El desconocido llevaba un tatuaje en la parte derecha de su cuello. Le dio la impresión de que era un dibujo más propio de un ex-presidiario que de alguien vestido con tanta clase; instantáneamente se culpó por sus prejuicios, probablemente infundados y sin ningún sentido.

Desde donde estaba también escuchaba que el hombre del tatuaje recitaba algo entre dientes, una letanía que no conseguía percibir del todo. Supuso que estaría rezando, o realizando algún ritual religioso muy personal, diferente a todos los que conocía. No quería molestar, aunque debía ir cerrando ya el lugar.

Carraspeó sonoramente. El extraño no se giró, simplemente dejó la ceremonia, se puso en pie y se fue sin ni siquiera despedirse. Al ver sus modales, Herbert pensó que quizá sí que había estado en la cárcel. Justo cuando puso sus pies en movimiento en dirección a la salida del cementerio, decidió acercarse a la lápida para verificar qué había ocurrido en ella.

Era la tumba de una mujer. Una mujer que, según la fecha, había fallecido bastante joven. Tras veinte años trabajando allí, estaba más que acostumbrado a estar rodeado de personas que ocupaban aquellas tumbas demasiado pronto.

Pasó un dedo por encima de la lápida. Efectivamente, vio tiza en ella, ¿qué clase de ceremonia tenía que ver con esparcir tiza sobre una tumba? No es que fuese el tipo más listo del mundo, pero era lo suficientemente culto como para conocer un poco los más tradicionales rituales alrededor del adiós a los muertos.

Se alejó de la tumba rápidamente al no vislumbrar nada más a su alrededor. En cuanto tuvo cerrado el cementerio dio un par de vueltas más, y cuando llegó el vigilante nocturno a las doce de la noche se fue a casa, olvidando al hombre del tatuaje.

Hasta el siguiente viernes.

No lo encontró hasta cinco minutos antes de comenzar su paseo para disuadir a la gente de quedarse un rato más. Como la ocasión anterior, el extraño se hallaba de rodillas frente a la lápida de la joven a la que visitaba. Para su sorpresa, ya no espolvoreaba tiza, sino que movía una serie de velas negras alrededor de la tumba.

—Disculpe —se atrevió a interrumpir Herbert, al comprobar que podría estar frente a una especie de ritual satánico—, pero el cementerio debe cerrar.

El hombre del tatuaje dejó de hacer danzar a las velas, las apagó, se las guardó y se alejó a paso ligero, sin ni siquiera abrir la boca. Herbert pensó en advertirle de que si le volvía a pillar realizando alguna clase de extraña ceremonia perdería su derecho a entrar en el camposanto.

No dijo nada. Hasta el siguiente viernes.

Para su sorpresa, encontró al desconocido justo cuando acababa de cerrar las verjas del cementerio. Su primera reacción fue la de sorprenderse, ¿cómo se le había escapado la presencia del hombre del tatuaje? Cuando lo pensó mejor, se dirigió hacia él, dispuesto a que se fuese para siempre del lugar; hallarle con un pequeño altar repleto de velas negras y lo que parecían fotografías de gente muerta en butacas no hizo más que confirmar su decisión.

—Disculpe, tiene que irse.

El extraño se levantó y comenzó a recogerlo todo.

—Déjelo todo ahí. Váyase ahora mismo y no vuelva. No queremos cosas raras —señaló las velas— por aquí.

—Sólo quiero resucitarla —afirmó el hombre tatuado.

Herbert abrió los ojos, sorprendido. Fue como un puñetazo directo a su mandíbula. En otro caso, quizás habría reaccionado de manera diferente, pero la aflicción en la voz del desconocido al hablar le caló tan hondo que no supo qué decir.

—Por hoy debe irse —declaró Herbert al fin, ya más calmado. Pese a que lo que había manifestado era propio de un loco, no le parecía un hombre carente de cordura—. Mire, si no estropea las lápidas, ni va a hacer nada raro que interrumpa la tranquilidad de este sitio, puede volver.

El hombre del tatuaje asintió. No tardó en irse.

Los siguientes viernes sus visitas continuaron. Herbert no le habló más, simplemente, en la distancia, le vigilaba. Observaba sus diferentes ceremonias, a cada cual más extraña, pero como no hacía daño a nadie, le dejaba en paz. Incluso, más de una vez, procuró no interrumpirle, a pesar de que ya se pasaba de la hora del cierre.

Un día, dos meses después del viernes de la tiza, volvió a acercarse al hombre tatuado. En principio, no pretendía más observarle desde la lejos, como siempre, pero cuando le escuchó llorar, no pudo resistir las ganas de aproximarse.

—¿Le ocurre algo? —preguntó Herbert, educadamente.

—No funciona… —respondió con la voz entrecortada—. No consigo que funcione. He probado conjuros, pócimas, hechizos, rituales, y nada funciona.

El vigilante recordó que pretendía resucitar a la mujer a la que visitaba. ¿Quizás debía convertirse en la voz de la razón que rompiese las últimas esperanzas de un hombre aparentemente destrozado por el dolor de la pérdida?

—Los muertos deben descansar en paz —declaró—. No podemos devolverlos a la vida para que estén con nosotros.

—No quiero resucitarla para eso. —El extraño se enjugó los ojos antes de recuperar sus estrafalarios utensilios—. Quiero disculparme con ella.

—¿Disculparse con ella? ¿Por qué querría usted hacer eso?

—Porque yo la maté.

A continuación, se fue, dejando a Herbert con más preguntas que respuestas, y con la terrible sensación de que algo iba mal. ¿Y si al final conseguía su objetivo? ¿Y si lograba resucitarla? ¿Ella tendría ganas de perdonarle si había hecho lo que acababa de confesar?

Se rio de sí mismo antes de dirigirse a la entrada del cementerio. Era absurdo pensar en esos temas como si fuesen reales. Pero sabía que con cuestiones relacionadas con la muerte no debía jugarse; podía no salir todo como se esperaba.

No le dio demasiadas vueltas al asunto hasta que, inevitablemente, se encontró al hombre del tatuaje el siguiente viernes. Lo vio justo cuando entraba en el cementerio, con algo bajo uno de sus brazos, una especie de tabla de color negro.

Supuso que continuaría con sus rituales, ¿hasta cuándo? Probablemente durante el suficiente tiempo como para entender que sólo él podía perdonarse si realmente había sido el causante del fallecimiento de la joven.

Llegó la hora de cerrar el lugar mientras se debatía entre acudir a la policía, o seguir dejando que un posible asesino con un claro desorden mental continuase visitando el cementerio. Al principio había aceptado por el pesar que le transmitía el desconocido, pero tras la charla de la semana anterior, empezaba a estar verdaderamente preocupado.

Cuando todo el mundo estuvo fuera, se dirigió a la ya famosa tumba en busca del hombre tatuado. Y allí se hallaba, arrodillado y con la extraña tabla de color negro, sobre la que pasaba un vaso.

—Esto se tiene que acabar ya, lo siento —afirmó Herbert.

—Hoy lo conseguiré. El quinto día de la semana, y con una ouija negra. —Señaló el objeto—. La despertaré, me disculparé y todo mi dolor se acabará.

El vigilante se aproximó para detenerlo, pero él mismo se paró. Ya había acabado y, con una sonrisa, observó la tumba, probablemente esperando que algo saliera de su interior en cualquier momento.

Pero no ocurrió nada.

Herbert quiso decirle que de nada serviría empeñarse en su empresa; la chica no despertaría. La muerte era irresoluble y absoluta.

De repente, ambos hombres escucharon un crujido cerca de donde estaban. Al extraño sonido le acompañó otro similar, y después otro, y luego otro más. La tierra de las tumbas de todo el cementerio comenzó a rasgarse, mientras los muertos se dejaban a un lado su descanso.

El hombre del tatuaje sonrió. Clavó sus anhelantes ojos en la tumba que ansiaba ver abrirse, pero nada sucedió. Ella no iba a levantarse, pero él iba a recibir su castigo sin poder disculparse antes.

Herbert Willis corrió por su vida mientras la muerte lo rodeaba. Logró salir del cementerio sin mirar atrás en ningún momento. No quería ver cómo los muertos se lanzaban a por el hombre que los había despertado. El desconocido que al fin había logrado lo que quería: molestar a la muerte.

Aunque no de la forma que esperaba.

 

Autor: Tony Jiménez

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora