NUESTRO GRITO, Javier Pellicer

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NUESTRO GRITO

 

«Paseaba por un sendero con dos amigos. El sol se puso. De repente el cielo se tiñó de rojo sangre. Me detuve y me apoyé en una valla, muerto de cansancio. Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.»

 

Edvard Munch, sobre su cuadro «El grito»

 

 

En algún lugar…

La avenida principal parece sacada de una de esas películas norteamericanas de animadoras de instituto: tiendas de ultramarinos, gente que se detiene para charlar con todo hijo de vecino, saludos aquí y allá… Da la impresión de que estén participando en un concurso de simpatía. Seguro que gana el que se desgarre antes la boca con una sonrisa.

«El Paraíso en la Tierra», reza el cartel que da la bienvenida al pueblo. Y joder, sí que es todo como un puñetero cuento de Disney. Casi estoy esperando que salgan los pajaritos que vestían a Cenicienta —¿o era Blancanieves?

Vale, de acuerdo, soy una idiota y me quejo de todo. Es uno de mis defectos, y tengo para dar y tomar. Pasen por caja y recojan unos cuantos, que voy sobrada. Ya me lo decía mi madre: «No haces más que refunfuñar. Y además te pasas el día soltando palabrotas». Tiene razón, claro. Las madres siempre tienen razón —y si no, se la damos, para que no nos salgan con eso de que «si me hubieras hecho caso…»—. Pero coño, sienta tan bien soltar un taco de vez en cuando y rezongar un poco. No me sale del níspero que me crezca una úlcera por tragármelo todo.

Mejor si volvemos al tema, que no hago más que desvariar. ¿No es esto lo que quería? Un pueblo de bonachones, donde comenzar una nueva vida y sacarme toda la mala hostia que he ido acumulando en los Madriles —me encanta llamar así a la capital, me hace sentir como que estoy en una de esas novelas de Alatriste—. Fuera estrés y todo eso que se dice… Quitarse la etiqueta de perdedora que he llevado siempre colgando en la espalda, como si fuera el monigote de una inocentada sin fin. Aquí nadie sabe que fui una niñata —o marimacho, como me llamaron algunas «amigas»— que creyó que podría ser soldado profesional, pero a la que le dieron la patada tras cagarse en los pantalones durante su primera misión en Afganistán. Tampoco sabrá nadie que tras aquella ración de vergüenza tuve que contentarme con ser una simple oficinista.

Sí, sé lo que estáis pensado: ¡Qué trabajo más emocionante! —modo sarcasmo on—. Pero me la sopla lo que opinéis. Ya me gustaría veros aguantando al cabrón de mi ex jefe. Menudo tirano de mierda. Era peor que el teniente Vilas. Al menos éste nos hacía reír de tarde en tarde con sus imitaciones del Cuñao y el Pozí. Alguna cosa buena tenía que tener el Ejército.

Sea como sea, he venido aquí para olvidar todo eso. Ya me he hartado de estar siempre cayéndome, levantándome y volviéndome a caer. Tanta hostia no mola, a pesar de que una pueda estar acostumbrada. Quizás aquí pueda encontrar la placidez que jamás he conocido. Aunque bueno, viendo el escenario, casi temo convertirme en una de ellos. Quizás tendría que haberlo pensado mejor. Aunque entonces seguro que me habría dado el canguelo. Como si lo viera.

Necesito un pitillo. Sí, ya sé que había prometido dejarlo, pero me siento descolocada. Eso me pone nerviosa y ya podéis imaginar por qué vicio me da cuando eso ocurre. Rebusco en el abrigo pero no encuentro nada. Genial, lo que me faltaba.

Me meto en una de esas tiendas que he mencionado antes. Es el típico establecimiento donde puedes encontrar desde una revista del corazón a cebollas en conserva. Ya que estoy, pillo una botella de vodka —algo me dice que la necesitaré—. Por último, cojo una cajetilla del tabaco más caro —si voy a ensuciar mis pulmones, que sea con estilo—, y me dirijo al dependiente: un muchacho con la cara llena de granos, que se entretiene haciendo globos con el chicle que mastica ruidosamente. Al mismo tiempo, está leyendo uno de esos mangas donde las chicas llevan unas falditas tan cortas que se les ven las bragas sin necesidad de bajar la cabeza —para solaz de los fans hiperhormonados—, y cuyos ojazos son más grandes que los de un búho. Cosa extraña, pues las japonesas tienen los ojos como si se pasaran el día chupando limones.

Salgo de la tienda con un cigarro ya enchufado. ¡Joder, no me sabe a nada! Pero aún así, dale que te pego, una calada tras otra. Como si, a estas alturas, lo hiciera por el sabor…

Bueno, doy unas vueltas y, casi sin pretenderlo, me planto en mi nueva casa cuando el sol ya se ha puesto. La verdad es que el adosado no está nada mal. Cuenta con una escalerita que da a un porche. La fachada tiene colores claros, de un beige bastante agradable. Dos pisos, en la planta alta los dormitorios y debajo una sala comedor. Baños en ambos niveles, el de arriba incluso con yakusi. En la parte trasera, un pequeño jardín. Una ganga que solo me ha salido por noventa mil euros. Benditas inmobiliarias medio arruinadas.

En cuanto entro me golpea el olor a nuevo. Lo odio, es como estar en una habitación de hospital. Así que me meto un par de lingotazos para que ya no me importe nada. Con media cogorza en el cuerpo, me digo que ya está bien por hoy. Es hora de subir a dormir en una cama que sea completamente mía, y no como últimamente, que no hacía más que pernoctar en las de novios con brazos de pulpo. Para exponer en un museo, mi lista de conquistas. Pero en un museo de los horrores. ¡Ja! ¡Soy una cachonda! Me salen las paridas sin despeinarme.

Y entonces es cuando viene lo fuerte. En cuanto pongo el pie en el primer escalón, una oleada de vértigo me pega un directo que ya lo quisiera Poli Díaz en sus mejores tiempos. Me aferro al pasamanos, pero al levantar la cabeza… Joder, no sé cómo no me cago encima. Los peldaños… ¡supuran sangre! Sí, lo juro por Dios. No se trata de un torrente como en El  Resplandor —Y por suerte tampoco se me apareció el Jack Nicholson con un hacha, eso sí habría sido para irse por la pata bajo—. No, es algo mucho más angustioso. Es como si cada escalón sangrara, acumulándose el caldo hasta ir resbalando poco a poco hacia abajo.

Y tan pronto como llega, todo se esfuma. La escalera está bien, blanca con tarimas de mármol, nada del otro mundo. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y me digo que me he pasado de verdad con el vodka.

Aún así, subo de puntillas hasta el piso de arriba.

 

Ha sido una mala noche, cómo no. Me la he pasado revolviéndome en la cama, durmiendo a destiempo, ni totalmente grogui ni del todo despierta. Ruidos, sensaciones extrañas, musiquillas inquietantes, sueños cargados de excitación brumosa, vacíos y vórtices que me engullen…

Salgo de mi nueva casa con el rostro ceñudo. Tendría que haber comprado algo de comer ayer, en vez de ese estúpido vodka… Mmm… Qué raro. No tengo resaca. ¿Me habré vuelto inmune? ¡Aleluya!

No es que tenga mucho hambre, pero para no perder las costumbres decido que no sería mala idea tomar algo. Si no, luego a media mañana voy muerta.

Me meto en la primera cafetería que encuentro —tampoco hay tantas como para elegir, solo he visto dos—. No está muy lleno: un par de camioneros de paso por la ciudad, otros dos polis desayunando antes de ir a la comisaría, y tres tíos en la barra. Uno está bastante bueno, aunque seguro que es un palurdo pueblerino. Me siento en un reservado y le pido a la camarera un café.

—Lo más cargado que pueda. ¡Ah, y tráigame también un bollo!

No me hace ni puñetero caso, pero un instante después tengo ya el panecillo y la taza delante de mis morros. Sin azúcar, qué demonios. Me gusta bien fuerte, amargo, que me haga poner una mueca —vamos, como los tíos—. Aún así, tal vez por impulso, muevo la cucharilla.

¡Mecagüen la puta! ¿Qué coño…? Aparto las manos y me hecho para atrás. ¡Madre mía! Del caldo oscuro del café está surgiendo algo rojo… ¡Sangre! ¡Otra vez sangre! Y el bollo… ¡Hostias, salen gusanos! Largos, viscosos, con pequeñas bocas dentadas, y que no dejan de retorcerse… Le doy una voz a la camarera, que no sé si me sale o se queda en un susurro, del acojone que me invade. El corazón… jamás me había latido tan fuerte.

Y entonces, cuando me vuelvo hacia ella…

Es lo más horrible que jamás he visto. Una caricatura blasfema. De pronto la chica tiene el semblante consumido, demudado en una mueca espeluznante: la boca abierta como lanzando un grito al infinito, un aullido preñado de una desesperación informe que ni el mejor escritor de terror sería capaz de adjetivar; la piel, más pálida que la cal, parece traslúcida, y por un momento me da la impresión de que puedo ver sus músculos, y luego los huesos, y después la barra del bar. Pero lo que no es transparente son las lágrimas de sangre que se deslizan de unos ojos abiertos de par en par al abismo, a la brutalidad de lo incomprensible.

Y grita. Grita tanto como yo. Su berrido es el mío. La estridencia que sale de su boca me traspasa, y no soy la única. Todos los clientes se sobresaltan. Al mirarla a ella, y luego a mí, se convierten en lo mismo: monstruos con la boca abierta en canal, gimiendo empapados en la sangre que brota de sus miradas vacías, y aún así más poderosas que sus fugaces cuerpos. Pero casi ni lo advierto, porque estoy ocupada escapando de aquel lugar, de aquellas cosas que yo creía que eran humanas, pero que deben ser horrores llegados del Infierno.

Salgo a la calle… Cálmate, me digo, mientras de un bandazo abro la puerta y dejo que la luz mañanera me inunde. Estás alucinando. Igual ni siquiera has despertado todavía. Recuerda: una mala noche. O tal vez se trata del puto alcohol. Necesito un poco de aire fresco y todo volverá a la normalidad. Joder, has estado en la guerra. Saliste indemne, sin volverte loca. Si, te faltó poco para desertar, dejaste caer tu fusil y te measte encima cuando nos atacaron en emboscada aquellos talibanes desgraciados. Pero no te volviste demente perdida.

Así que esto pasará. Sé que pasará. Sí, vale, a partir de ahora seré el hazmerreír de este pueblo de mierda, la grillada que se puso a gritar en un bar. Pero nada que el tiempo no cure.

Tiempo lento que no transcurre… Aire grosero que satura mis pulmones…

Me detengo en cuanto piso la calle. ¡No, no, no…! ¿Cómo puede estar pasando algo tan horrible? El cielo se ha teñido de un rojo sangre —la sangre, siempre la sangre—, una refulgencia claramente febril, como aquel cuadro del tipo ese que grita en un embarcadero. Las nubes… las nubes chorrean, como si fueran heridas abiertas en una bóveda tan recargada que me asfixia. Es inevitable. Empieza a llover. No gotas de agua, sino más de esa savia vital que debería recorrer venas y no caer del cielo. Me miro las manos. El carmesí de aquel caldo me mancha y luego se evapora como el alcohol. ¿Me rehuye?

Lástima que el aire no hiciera lo mismo. Se me pega a la piel como si de aceite se tratara: denso, empalagoso, grasiento. La ciudad parece estar amortiguada en la profundidad y el lapso, existiendo entre dos latidos opresivos. Y el suelo… ¡La madre del cordero! Es pus, que brota como hongos creciendo un millón de veces más deprisa de lo normal.

Toda la tierra es un tumor.

Brotan excrecencias donde poso la vista; tentáculos con ventosas, zarcillos con piel de batracio; manos descarnadas, pútridos dedos sin uñas, hambrientos quién demonios sabe de qué. Los arbolillos que, de tanto en tanto, guarecen la avenida, se retuercen como serpientes de las que surgen más serpientes. Las fachadas bullen en estallidos de un moho ocre que provoca llagas, pústulas hinchadas, al igual que ocurriría con un cuerpo abrasado.

El Infierno, el puñetero Infierno se ha adueñado del mundo. ¿Qué otra cosa puede ser?

Y la gente. Son todos como los de la cafetería. Se transforman en monstruos siniestros cuando me ven; abren las fauces, algunos tanto que se comen a sí mismos la cabeza. Braman, no con gritos normales. Son chillidos estridentes, una cacofonía aguda, angustiosa, quejidos lastrados de un terror tan pavoroso que me traspasa en todo los planos de mi existencia. Un retumbar acompaña a los aullidos; un resonar llegado de aquél cielo obsceno. Parecía que la mismísima realidad estuviera siendo arrastrada como un vulgar mueble.

Todos ellos… son jirones de bruma con ojos líquidos, húmedos de rojo pasión. Sus siluetas están difuminadas, parpadean pasando de ser pálidas manchas con forma humana a simples transparencias, como el papel fino empapado en grasa oleosa.

Espíritus. Si, eso son. Almas en pena.

Toda la puta ciudad es un nido de muertos.

 

Siempre había creído que los fantasmas serían tipos más o menos estáticos, cadavéricos pero bastante formalitos. Que irradiarían un fulgor verdoso. Todo es culpa del cine, y de la televisión. Claro, vemos una serie donde una gilipollas ayuda a los pobrecitos fantasmas a resolver sus asuntos pendientes y nos creemos que ya lo sabemos todo. O a los Cazafantasmas, cazando con rayos láser a bichos espectrales que parecen luciérnagas. Y luego te topas con esto… Nada que ver.

Lo que tengo ante mí es abyecto, aberrante. Es un muro de muertos, incorpóreos por momentos, como flashes que vienen y van. No son blancos, inmaculados y limpios, y por supuesto no llevan sábanas y estúpidas cadenas. Hay sangre, y desesperación, angustia. Y miedo, tanto miedo que se puede cortar con un cuchillo. En mí es tan intenso que apenas me deja pensar, que casi me borra la necesidad de respirar, o de que mi corazón lata. Pero lo peor no es la sensación que me produce. Yo estoy viva, y se supone que tengo que sentir ese pavor. Sin embargo, ellos, que están muertos, demuestran un terror mayor incluso que el mío. Es eso lo que los hace tan aterradores.

Empiezo a correr sobre aquella gangrena palpitante que antes llamaba suelo, esquivando a los espíritus. Pensaría que es curioso, si no estuviera medio enloquecida por el terror: los muertos se apartan de mí, no tratan de agarrarme ni nada parecido. En realidad, huyen, propagando sus gritos a mi paso, como si fuera una infección.

No estoy para ir cavilando. Siento que las sienes me van a estallar. Me las tomo con las manos, en un intento de evitar que la cabeza me reviente como una piñata. Pero entonces, ¿cómo me aferro la garganta? ¿Cómo detengo el vómito que me sube desde el estómago? Me atenaza, obligándome a dar zancadas erráticas, a levantar la vista aunque no lo deseo; a enfrentarme a su visión, abominante. ¡Dejadme! ¡Marchaos! ¡Ya basta! ¡Id donde tengáis que ir, al Cielo o al Infierno!

 

Miedo y Muerte. Miedo y Muerte. Todo concentrado en el pecho. A eso se reduce, a sentir en tus tripas. Es una sensación visceral, nada de demencias del coco. Se trata de sentimientos de aversión y pavor, convertidos en enjambres que me pican una y otra vez el alma, inmisericordes.

Una iglesia. La iglesia del pueblo. ¡Sí, coño! ¡Es la solución! ¡Suelo santo y todas esas chorradas que dicen! Allí estaré en paz.

Me lanzo como una desesperada y atravieso los portones. Con suerte, habrá un cura dentro y podrá hacer un exorcismo, o algo por el estilo. Aunque va a necesitar litros y litros de agua bendita.

Me recibe una sala no demasiado grande, pero tan vacía que parece inmensa. No hay nadie. Bueno, tal vez sea suficiente. Miro atrás, y contemplo un tanto decepcionada que la horda de muertos no me ha perseguido. Habría estado bien ver el efecto que causaba en ellos la iglesia.

Entonces escucho pasos. Me giro y me encuentro cara a cara con un sacerdote. Al principio no parece hacerme caso, y de pronto… ¡No! ¡Él también! Se vuelve difuso como el resto, los ojos estallan en húmedos regueros de carmesí. Pero hay algo extraño, algo diferente.

No grita. Su boca no se ha abierto desmedida. ¿Debería calmarme? Tal vez, pero la razón se difumina cuando esa cosa con sotana que viene y va alarga su mano… y me toca.

Frío. Un frío que me lacera de dentro a fuera cuando el apéndice me atraviesa como una brisa. Pero no un frío simplemente helado, más lo quisiera yo. Es una sensación desgarradora, un arpón clavado en mi alma, una flecha de otro mundo que se hiende en la carne. Un anzuelo que trata de mantenerme fijada, pero que me produce el rechazo de lo incompatible. Como si yo estuviera de más allí… o de menos.

La fortaleza que pueda quedarme se resquebraja.

 

Tengo que salir de este pueblo. ¡Ya! Me lanzo a la carrera como una loca. ¡Qué demonios, quién no lo estaría con todo lo que está pasando! Toda una ciudad llena de muertos, de fantasmas. ¿Cómo habrá ocurrido? Todos muertos, de golpe. Un momento antes eran seres humanos vivos, y de pronto… Joder, ni que fuera una plaga bíblica o algo así. Pero también ha afectado a la tierra, a los árboles, al cielo… Quizás sea el Apocalipsis, o la Maldición de Nosedónde.

Salgo por patas de la iglesia. Tendría que ir a por mi coche, pero la cabeza no me pirula como debería. Sigo corriendo, huyendo de los espíritus sangrantes. Ellos siguen apartándose a mi paso, como si yo fuera el monstruo.

Ya falta poco. Ahí está, el puto cartel de bienvenida —ese que jamás habría tenido que rebasar—. Algo me dice que en cuanto lo traspase todo irá bien. Buscaré ayuda. Daré la voz de alarma y que venga el ejército o quien coño sea. Que lancen cuatro bombas, por mí como si quieren dejar caer la de Hiroshima. A tomar por el culo todo: casas, calles y fantasmas.

Pero no puedo. Es como un muro, o mejor, como si algo tirara de mí hacia atrás, una cuerda atada a mi cintura que me impide dar un paso más. ¡No, no! ¡No me digas que estoy atrapada aquí! ¡Maldita sea, no quiero pasarme la puñetera vida con estas monstruosidades!

¿Qué voy a hacer? ¡Dios, Dios! Me la has jugado a base de bien. Solo de pensar en todos esos seres que aúllan al verme quiero arrodillarme, abandonar, acurrucarme y llorar. Dejarlo todo correr. Dormir para siempre. Pero esta infecta tierra, esta costra pestilente de donde germinan brotes y manos esqueléticas, no invita precisamente a echarse un sueñecito.

—Ya vale, Eva.

 

¿Quién ha dicho eso? Tengo uno a mi lado, seguro. Aunque hasta ahora no me han dicho nada coherente, solo se han limitado a chillar. No, espera, es diferente. No parece uno de ellos. No, incluso diría que es normal, si es que recuerdo lo que es eso: una mujer bajita, rechoncha, con grandes aros en las orejas y un pelo tan negro que brilla; un vestido floreado, generoso como su figura. Tiene la piel ligeramente oscurecida, no como una señora negra. Más bien tiene toda la pinta de una gitana.

Supongo que el ver a alguien humano es el motivo de que me ponga de repente a llorar. Tanto que ni siquiera me planteo cómo es que sabe mi nombre. Pero antes de que dé dos pasos hacia la que espero sea mi salvadora, ella me detiene con una orden.

—¡No! ¡No debes tocarme!

Frunzo el cejo. ¡Habrase visto, la muy agria! Si no estuvieran las cosas como están, la hubiera mandado a freír espárragos.

—¿Quién eres? ¿Qué está ocurriendo aquí? —Le exijo. Puestos a ser desagradables, yo también sé jugar a eso.

—¿De verdad no lo sabes?

—¿Tengo cara de saberlo?

—No, claro. Si no, no estarías aquí.

—Eso te lo puedo asegurar. ¿Por qué coño no puedo irme?

—Estás atada a este lugar. Ven, acompáñame.

¿Pues no va la tía y me señala el centro de la avenida, donde todos esos muertos siguen mirándonos?

—¡Anda y que te zurzan! ¡Y un huevo me acerco yo ahí!

—¿Quieres que todo se arregle? —Asiento; a estas alturas ya me ha quedado claro que esta tía es algún tipo de bruja; al menos tiene toda la pinta—. Pues entonces tienes que enfrentarte a tus miedos.

—Pero ellos…

—No te harán nada. Están tan asustados como tú.

 

Hay que reconocer que la gitana transmite confianza. Aunque más bien debo ser yo, tan destrozada emocionalmente que me aferro a lo único que parece normal en toda aquella locura. Camino junto a ella, tratando de luchar contra el terror que me impulsa a dar media vuelta y salir corriendo, aun cuando sé que no podría ir muy lejos. En varias ocasiones estoy a punto de derrumbarme, pero ella me sustenta con su aura de seguridad.

De repente, parece como si el aire, tan pútrido y denso como melaza, se aclarara un poco.

Algunos de los fantasmas huyen, lanzando más de esos berridos vomitivos. Pero otros, en cambio, se quedan a cierta distancia de nosotros, observando con esos ojos enormes, cargados de terror y sangre.

—¿También puedes verlos? —le pregunto a la gitana.

—Claro que sí, aunque no como tú. Para mí son… diferentes.

—¿Por qué están aquí? ¿Por qué me aterrorizan? —La verdad es que me importan una mierda los motivos. Lo único que quiero es largarme.

—¿No te has planteado que el problema no son ellos, sino tú?

Esta sí que es buena. Aún resultará que tengo yo la culpa. Definitivamente, esta tía me está cayendo gorda.

—¿Yo?

—No eres de este pueblo, ¿verdad, Eva? —Niego con la cabeza, claro—. ¿Cuánto hace que has llegado?

—Ayer mismo.

—Bien. ¿Cómo llegaste?

—En coche, por supuesto.

—¿De veras? ¿Dónde está?

«Frente a mi casa», quiero responderle, pero no puedo. ¿Por qué no puedo?

—No… No lo sé… —suelto, sin pretenderlo.

—Ahora quiero que recuerdes cómo has llegado hasta el pueblo.

—¿A qué coño te refieres? —le digo, ya un poco molesta por este estúpido cuestionario.

—Deja de escupir tacos. Pronto entenderás que no tiene sentido hacerlo —me riñe, la tía imbécil—. Lo que te estoy pidiendo es que me describas el viaje que te ha llevado hasta aquí.

—Pues salí hace unos días de Madrid, con mi coche cargado de maletas, en dirección a este pueblo, donde tuve la genial ocurrencia de comprar una casa. Iba por la autopista hasta que me desvié por una carretera nacional, y luego…

Callo de repente. Mierda. No puedo recordar lo que sigue. ¿Qué cojones está pasando? Sé que cogí la carretera de Ávila a Toledo, pero al tratar de hacer memoria de lo que sigue… nada. ¿Por qué? ¿Y por qué de repente me entra una angustia tan grande?

—No puede ser…

—Al fin lo entiendes.

—No…

—Abre los ojos del alma.

—¡No! ¡No!

Chillo. Y conmigo, los muertos. Todos juntos, a una, como una misma criatura. Es mi grito. Es su grito.

Nuestro grito.

Me aferro la cabeza con las manos, abro la boca como si fuera a devorarme a mí misma y me convierto en uno de ellos. Las barreras que oscurecían la verdad, las que me empañaban de mentira, crujen y, un suspiro después, se hacen añicos.

Ya está hecho. El velo que me cubría los ojos ha sido desgarrado. Y entonces lo veo, la realidad que nunca imaginé. Todo encaja. Los muertos han estado diciéndome algo sin siquiera pretenderlo. Pero yo no he querido escucharlos. No he querido ver el miedo que destilaban, su horror, y comprender a qué era debido.

Los fantasmas no son ellos.

Soy yo.

Están mirándome, más asustados que nunca. Sin embargo, ya no son monstruos. Sus facciones han vuelto a ser humanas. Pero la realidad es que mi percepción ha sido limpiada. Solo  hombres y mujeres obviamente sobrecogidos ante aquella presencia sobrenatural. Nada más.

Y el cielo tampoco es rojo, ni las nubes derraman sangre. El suelo que pisan mis ahora insustanciales pies ha vuelto a ser normal: del color y la consistencia del asfalto, quizás no tan sano como la tierra pero casi. Los árboles de nuevo tienen hojas, y no lenguas bífidas. Y la putridez del ambiente se ha trastocado por otra cosa más agradable, un olor suave, a rosas. A libertad.

—¿Lo entiendes ya? —me pregunta la gitana.

Por supuesto que lo entiendo. Ahora todo es plenitud, ya nada está escondido. O al menos las cosas relacionadas conmigo. El pensamiento lo es todo. Todo lo físico se está esfumando, poco a poco, conforme acepto mi condición no material.

—Sí, claro. Tuve un accidente de coche durante el viaje. Morí, pero no lo sabía. Mi espíritu, que se creía vivo, vino aquí como se suponía que debía hacer mi cuerpo.

—Así es. Quisiste aferrarte al mundo real, como tantos otros espíritus hacen.

—Por eso nadie me veía. —La mujer asintió—. El café, el vodka, el bollo, los cigarrillos, la borrachera… todo creado por el poder de mi imaginación y mi voluntad de seguir viva. Pero no era ya de este mundo, y esas alucinaciones monstruosas fueron el modo en que mi alma trataba de decirme que me fuera. Trataba de expulsarme a través del miedo.

—Lo he visto en más de una ocasión, querida. Es la causa de todos esos fantasmas que aterrorizan a la gente como tú has hecho. Lo hacen porque nos creen a nosotros, los vivos, unos monstruos.

—Y el sacerdote… Quiso ayudarme, por eso no gritaba.

—No podía hacer nada por ti. El problema, como te he dicho, eras tú. Los rezos no sirven en estos casos. Es más cuestión de… psicología.

Gracioso. Quién hubiera pensado que los muertos también necesitaran loqueros.

—Gracias por ayudarme, Clara.

—Va con mi don —sonríe—. Los mediums hacemos mucho más que lo que sale en las películas.

Bien, todo ha quedado solucionado. Me sabe mal esta gente, pero imagino que ahora tendrán mucho de lo que hablar. Igual les va bien de cara al turismo. «El pueblo de la fantasma». Apuesto a que daría para alguna atracción, incluso para un parque temático.

Mientras tanto, yo tengo que iniciar un nuevo viaje, seguir avanzando —esto me recuerda al final de esa famosa serie—. Aunque el destino al que ahora me dirijo es bastante más interesante que un pueblucho de mierda.

¡Oh, vaya! Olvidaba que ahora ya no tiene sentido soltar palabrotas. La costumbre, supongo.

Esperemos que Ahí arriba no les importe.

 

Autor: Javier Pellicer Moscardó

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora