NO TARDES, TE ESPERAMOS, Jose A. Reyero

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NO TARDES, TE ESPERAMOS

Había tenido una buena vida. De eso podía estar seguro. Pese a haber vivido momentos muy duros, la suma total de acontecimientos de su longeva existencia no podían decir lo contrario. Ahora, a sus ochenta y siete años bien cumplidos y postrado en su cama, víctima de las dolencias de una pérfida y letal enfermedad, Carmelo Villaescusa cavilaba abrumado, sobre ello. Toda su vida la había dedicado a su familia y todo lo que había hecho, bueno o malo, lo hizo para y por su beneficio y protección. Sin embargo, teniendo tan cerca a la Parca, agazapada, cobarde y presta a llevárselo llegado el momento, dudaba sobre si había sido un buen hombre y de que le esperase la paz eterna. En los pocos momentos de lucidez que le permitían la dura medicación y el cansancio de tan larga vida, elucubraba sobre la posibilidad de que algo se le hubiera pasado y que no tuviera derecho a ese divino premio. Ya se había confesado y sus pecados estaban perdonados y condonados, se había despedido de todos los suyos y creía estar preparado para presentarse ante Dios, Nuestro señor. Los médicos ya nada podían hacer, él mismo se lo había preguntado valientemente, a la decena de doctores que lucharon por su vida, y ahora estaba en las manos del Altísimo.

A ninguno de los suyos le faltaba de nada, ni le faltaría durante varias generaciones; así lo había asegurado y predispuesto Carmelo. Si había tenido que pisar a alguien en el camino, había sido por necesidad, no por recelo o avaricia. Por supuesto que había tenido que matar, pero, ¿qué hay más íntegro y honesto que la defensa propia y la de la familia? Jamás se hubiera perdonado que ninguno de los que tenía a su cargo hubieran salido perjudicados de ninguna de las maneras, no señor. En eso era inflexible e implacable. Además, más muertes sumaba la Iglesia, muchas de inocentes o innecesarias, y seguía siendo la Obra Terrena del Todopoderoso. Ahora estaba preparado y aceptaba lo que venía, pero no se arrepentía de nada de lo que tuvo que hacer por sacar adelante a su progenie.

La potente medicación volvía a hacer efecto y pronto sintió como el cansancio hacía presa en su cuerpo, lanzándolo al abismo del sueño y la inconsciencia. Cerró los ojos, presto a dormirse y entonces la vio. Su querida abuela Francisca le sonreía, vestida con su sempiterno vestido negro. Un gran amor refulgía en sus ojos, tan oscuros como su atuendo. Un aura de santidad la envolvía y Carmelo le sonrió como el niño que era cuando ella partió. A su lado se materializó la figura de su abuelo Andrés, que tanto lo había querido y al que tanto había idolatrado. La misma pose arrogante y gallarda que tuvo en vida se podía observar en su cuerpo grande y fornido, ahora que lo tenía delante. También le sonreía demostrando amor y cariño en su mirada. Carmelo sabía que habían venido para llevarlo con ellos, conducirlo a ese lugar repleto de amor y esperanza que, todos los domingos, en la iglesia los diferentes párrocos le habían prometido. Preso del júbilo y la alegría, no pudo evitar ponerse a llorar como un niño. Entre lágrimas de felicidad, se quedó dormido.

Despertó suavemente, con su envejecida y arrugada mano entre las de su hijo mayor, Daniel, quien había levantado las persianas y abierto las ventanas, dejando que el sol de la mañana inundara la enorme y lujosa habitación, y de paso oreando el penetrante olor a enfermedad y senectud.. Daniel le dio un sonoro beso en la frente y lo acomodó entre las almohadas para que pudiera tomar su dosis diaria. Sabía horripilantemente, pero era necesaria para evitar los terribles dolores que lo acuciaban si no la tomaba. A duras penas consiguió tragar los dos sorbos que constituían su medicación y nada más hacerlo, sintió un profundo sopor que casi le impedía mantener los ojos abiertos. Su hijo lo acostó de nuevo y lo arrebujó entre las mantas. Se levantó y se quedó a los pies de la cama. En su duermevela, Carmelo observó cómo se abrían las puertas de su alcoba y entraban su hijo Felipe y su hija Graciela, en silencio, llorosos y compungidos. Detrás de ellos pasó su detestado yerno, Cristóbal, de la mano de sus nietos.

Ignorando al marido de su hija, una sonrisa afloró en los labios del anciano cuando vio a los niños, pero se sorprendió un tanto cuando vio que tras ellos, entraba una numerosa comitiva, encabezada por su querida madre, muerta hace tanto tiempo. A su lado, su padre, que murió para que él pudiera vivir, sus abuelos y su idolatrada esposa Ana, fallecida un par de años atrás, todos sonrientes y con el rostro iluminado. También estaba su tío Alfredo, al que mataron en  la guerra, su tía María, a la que el tifus se llevó y su tía Clarisa, ahogada en el río. Algo a la derecha estaba su gran amigo Carlos, que fue víctima del clan rival de su familia, muriendo en puesto de él. Y así la estancia se fue llenando de familiares, amigos y allegados que le sonreían con alegría y complacencia, confiriéndole una gran paz y felicidad interior.

La medicación que había tomado, empezó a hacerle sudar y casi se le hacía insufrible e imposible el respirar. Sintió ganas de toser, pero no pudo. Se ahogaba y el aire no entraba en sus pulmones. Llegado el último momento, sintió miedo, pero su madre lo tomó de la mano y le sonrió, llenándolo de gozo. «No tardes, te esperamos«, le dijo con su dulce voz. Se sentía feliz, sabedor de que todos los que habían desaparecido antes que él, sonrientes en su presencia, lo conducirían a la diestra de Dios Padre. Un gran túnel de luz se formó ante él y poco a poco, notó como se desprendía de su cuerpo, elevándose, incorpóreo, sobre la habitación y los allí presentes. Entonces escuchó, estupefacto, lo que su hijo Daniel le dijo a sus hermanos:

—El veneno ya ha hecho efecto. Ya se va el maldito.

En ese momento, el cielo prometido que casi podía vislumbrar, truncó para Carmelo, los espíritus que habían ido a buscarlo se transformaron ante sus espantados ojos, y el túnel de luz se convirtió en un pozo de negrura. Ya no eran su madre y su padre, ni sus abuelos o tíos. Se convirtieron en seres demoniacos, infernales, cada cual más feroz y horroroso que el anterior, con monstruosas bocas dentadas de cuyo interior emergía una repugnante lengua negra con un ojo enrojecido en la punta. Sus orejas se convirtieron en cuernos retorcidos y sus brazos se desdoblaron en cuatro, confiriéndoles aspecto de insectos monstruosos. El ser que había sido su amigo Carlos, lo aferró con sus garras afiladas, mientras su transformada madre le mordía con fuerza, desgarrándole por dónde lo hizo. Un agudo dolor, inhumano y desmedido, le recorrió el alma, y entonces, completamente aterrado, comenzó a gritar.

—¿Por qué? ¿Por qué me habéis hecho creer lo que no iba a ser? —otro de los seres le hirió por otro sitio—. ¡Ay!¡Malditos, yo os maldigo!

—Tú sí que estás maldito, Carmelo. Tus acciones en vida te han condenado —dijo el insecto que había sido su madre, todavía con su dulce voz—. Y como tal sufrirás por toda la eternidad.

—Pero… ¿por qué, mostrarme a mis seres querido? —lloraba Carmelo, hundido por la pena, el suplicio y el horror—. Ya me teníais, iba a morir, era inevitable…

—Que morirías estaba claro —dijo el espectro, ahora cambiando la voz, profunda y terrible—. Pero necesitamos vuestras almas libres de culpa, miedos o anhelos. Permanecen tiernas —abrió desmedidamente su enorme boca atestada de afilados dientes y exhalando un perverso e insidioso hedor, prosiguió—. El miedo a morir hace que las almas se endurezcan y nosotros preparamos todo esto para evitar vuestros temores y recelos. Devoraremos tu alma eternamente y ese será tu castigo.

Y Carmelo no pudo más y enloqueció en su muerte y atravesado por los más terroríficos dolores, fue devorado por aquellos seres. Gritó y gritó, pero de nada sirvió. Y sentiría por toda la eternidad el dolor y la pena de haber sido engañado por las gentes que más quiso.

 

Autor: Jose A. Reyero

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora