LA VECINA, Géraldine de Janelle

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LA VECINA

Alberto entró en su portal. Como cada noche llegaba a la misma hora, introducía la llave en la cerradura oxidada y dejaba que la puerta se cerrase sola mientras miraba su buzón. También, como cada noche, tenía que empujarla con la mano para cerrarla del todo, ya que pocas cosas funcionaban como debían en aquel antiguo bloque de viviendas.

Cuando el mundo desaparecía a su espalda, subía cinco tramos de escaleras que nunca podía completar antes de que se apagase la luz. Llegaba entonces en completa oscuridad al último piso y sentía su presencia. Al principio le había asustado, pero con el paso del tiempo terminó por acostumbrarse a la presencia de la niña. Siempre la encontraba allí, en su rellano, quieta y en silencio, con la oreja puesta en la casa vacía contigua a la de Alberto, que lindaba pared con pared.

Estaba cansado de decirle que no hiciera eso, que no estaba bien, que volviera con sus padres, pero la niña del cuarto subía una y otra vez y permanecía allí, escuchando. Jamás le contestaba. Alberto, entonces, terminaba por entrar en su casa para seguir con su solitaria vida.

En la calma del hogar y con la tenue luz de la pequeña lámpara de mesa, intentaba centrarse en los informes que debía rellenar para el día siguiente; pero cada noche, inquieto al saber que la niña seguía fuera, iba una y otra vez hacia la puerta para escuchar si se había marchado ya. Al no sentir nada, la abría y se asomaba, y allí seguía. «Es una falta de respeto», pensaba, indignado.

Su vecina había fallecido hacía tres meses y el piso se había quedado vacío desde entonces. Siempre que pasaba junto a la puerta recordaba a aquella señora que tantas veces le había invitado a merendar cuando era pequeño. A él no le gustaba ir, pero era amiga de su madre y siempre que ésta tenía que marcharse a trabajar le dejaba a su cuidado. Aquella casa siempre le había olido raro, a anciano, a algo desconocido para él. Sus muebles, vetustos y oscuros, le infundían temor. «Albertito hijo, siéntate, que ya te traigo algo que te gustará» le decía la señora desde la cocina. Y él aguardaba, escuchando el viejo reloj de pared y mirando las fotos gastadas de hombres, mujeres y niños, más gastados aún y que no conocía. Aquella casa le atemorizaba.

Cuando creció y pudo quedarse solo, la madre de Alberto ya no necesitó dejarle con la vecina, pero ésta le llamaba dando unos pequeños golpes en el muro que separaba ambas casas. Nunca contestó y jamás se asomó a la puerta.

No fue hasta pasados muchos años cuando dejó de oírlos. Alberto se había convertido en adulto y se había quedado solo. La vecina estaba muy enferma y apenas podía levantarse de la cama. Cuando murió, sintió pena.

Pensando en todo ello, terminó los informes y después bajó a tirar la basura. Cada noche, cuando salía a las escaleras, veía que la niña continuaba allí. Intentaba ignorarla, chasqueando la lengua y pensando en lo irresponsables que eran sus padres. Quizá debería avisarles. Lo pensaba, pero nunca lo hacía porque no le gustaba hablar con los vecinos. Por eso se alegró de que aquella noche no estuviera. Por fin la niña había cesado con su insolente actitud, o bien sus padres empezaban a comportarse como tales. Ya era hora.

Sin embargo, cuando salió del portal y cruzó la calle, un escalofrío recorrió su espalda. Sintió cómo la sangre se le enfriaba dentro de las venas. Una luz dónde no debía haberla hizo que se girase: la luz del piso de la vecina estaba encendida.

Intentó tranquilizarse. El piso llevaba vacío tres meses. Tal vez lo habían alquilado o vendido. Sin embargo, por mucho que trataba de darse a sí mismo argumentos razonables, un leve temblor en sus piernas le acompañaba a cada peldaño de regreso al quinto piso. Cuando llegó al cuarto, la luz, como de costumbre, se apagó, y ésta vez sí le infundió un profundo temor. Al llegar a su puerta evitó mirar a la de al lado y entró en su casa.

Estaba nervioso y no comprendía por qué. Alberto era un hombre muy cabal y se reprochaba no poder evitar que surgieran de nuevo los miedos que ocultaba su memoria. Se sentó en su sillón, cerró los ojos y se concentró en respirar, pero la inquietud iba en aumento. No supo por qué lo hizo, pero se levantó y se encaminó hacia la pared. Al igual que hacía la niña en la puerta puso su oído contra ella. Todo a su alrededor quedó en absoluto y oscuro silencio.

El corazón le golpeaba el pecho y latía en sus oídos. De repente creyó que se le paraba cuando, atravesando el sólido silencio, llegó hasta él la voz lejana e infantil de la niña del cuarto.

Apartó la oreja. El sudor helado perlaba su frente; se pasó la mano por el rostro y volvió a arrimarse a la pared. Ya no escuchó nada. La imaginación le jugaba malas pasadas, se repetía, pero justo cuando iba a apartarse sonaron los golpes en la pared que tantas veces le habían importunado.

Al igual que cuando era un niño, fue a su dormitorio y cerró la puerta. No quería que nadie le molestara, no quería oírlos, pero los golpes en la pared se repetían cada vez con más insistencia. Aquella llamada penetraba a través de su cabeza hasta lo más profundo de sus recuerdos, no podía escapar de ella, y si cerraba los ojos era mucho peor. Todo daba vueltas en una espiral lejana que estalló.

—¡Basta! —gritó aturdido.

Los golpes pararon y el silencio tensó lentamente la casa. Alberto miró a su alrededor, respiraba con agitación. Salió de su cuarto y caminó despacio hasta la puerta. La abrió y salió al rellano sin saber siquiera si quería huir o… mirar hacia la puerta de la vecina. Lo hizo. Estaba entornada.

Atenazado por el miedo, su cabeza le gritaba que corriera, pero al acordarse de la niña se encaminó a la casa abandonada y empujó la puerta con mano temblorosa.

Ante él apareció de nuevo aquella casa en la que tantas veces había estado. Nada había cambiado, el olor a caduco, el reloj de pared marcando el paso del tiempo, los viejos muebles que le hacían temblar y, sobre el sofá, la figura de un niño esperando. En este caso no era él, sino una niña, la chica del cuarto. Estaba girada, observando las fotos descoloridas.

—Vámonos —dijo Alberto sin levantar la voz—, no es lugar para jugar.

La niña no contestó, seguía mirando los viejos retratos.

—Colarte aquí y dar golpes en las paredes no está bien. Vuelve a tu casa.

La niña volvió el rostro hacia él y le miró con una extraña sonrisa. Sus ojos eran insondables, cansados, y tenían un brillo envejecido.

—Albertito —dijo con una terrible voz de anciana—, siéntate, que ya te traigo algo que te gustará.

La puerta se cerró a su espalda y la luz se apagó cuando la niña comenzaba a andar hacia él.

 

Autor: Géraldine de Janelle

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora