LA CASA TAPIADA, Manel Rosell

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LA CASA TAPIADA

E

n principio era un trabajo sencillo, básicamente era entrar en aquella casa, recién tapiada por los operarios del ayuntamiento, pillar todo lo que de valor pudiera aún haber dentro, y que las ratas, de toda especie, fueran a dos o a cuatro patas, no hubieran ya saqueado de antemano. Aunque eso, dado la naturaleza de aquel caserón, era cosa harto difícil.

La casa pertenecía a un viejales llamado Mortimer Scott; Scott era uno de esos tipos ricos, diletantes, que coleccionaban de todo, desde libros raros, a sellos y monedas de plata y alguna que otra de oro. Otra de sus facetas era la de estar muy interesado en cuestiones paranormales. Amigo íntimo de algunos escritores dedicados a la ufología, creía firmemente en la existencia de vida inteligente en otros planetas. Aún recuerdo, siendo niño, haberle oído en una entrevista por la radio, cuando iba por ahí dándoselas de experto.

Dados sus intereses, así como su carácter, huraño y extremadamente reservado, en especial en los últimos años de su vida, cuando ya le importaba un bledo que la gente creyera que estaba como un cencerro, el viejo Mortimer quedó soltero, legando su inmensa fortuna y su incalculables colecciones de casi todo a su sobrino, John, hijo del hermano “normal” de Mortimer, Andrew, que se había dedicado con éxito a la política, llegando a gobernador del estado.

Pero John pronto quedó marcado por un espíritu rebelde e inconformista, que le llevó a buscar refugio en casa de su tío. Allí solía traer a sus colegas de juerga; bebían unas cervezas a la luz de la luna y, cuando se terciaba, fumaban unos porros. De la marihuana pronto pasaron a la cocaína. Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba chutándose heroína. John se convirtió en heredero único de Mortimer, pero su condición de yonqui en fase terminal dejaba la fortuna en manos de su padre, que aborrecía a su hermano con toda su alma.

Así, de esta forma, la casa de Mortimer Scott permaneció cerca de cinco años abandonada. Bueno, no del todo. Los amigos de John realizaban visitas periódicas; por lo que pude saber esquilmaron gran parte de la colección de monedas, pero existían serias dudas de que hubieran sido capaces de hallarlas todas, pues Mortimer era un hombre que no se fiaba ni de su sombra, y mucho menos de un sobrino que, aún siendo su preferido, más por ser único que por otra cosa, se gastaba el dinero en droga de forma casi frenética…

Por aquellos días yo estaba sin trabajo, con un matrimonio yéndose a la mierda y con los bolsillos medio vacíos. Yo también tenía mis vicios, a la par que mis obligaciones como padre de una hija de diez años a la que mantener mediante una pensión que, dadas las circunstancias, no podía pasar a mi ex por mucho que lo deseara, que no era el caso. Por eso hice caso a Joe, acompañándole esa noche a la casa de Mortimer Scott.

Y fue la peor decisión de mi vida.

Joe me propuso el trabajo; se ganaba la vida mediante chanchullos, vendiendo objetos de segunda o tercera mano en mercadillos de baja estofa. Sabía que no eran negocios legales, pero teniendo en cuenta que nunca había matado a nadie creí a pies juntillas su promesa  de que la cosa consistiría en entrar, pillar todo lo que pudiera aprovecharse, si es que quedaba algo, y salir a toda prisa del lugar. Iríamos en su vieja y destartalada furgoneta verde oliva, con la que iba de trapicheo habitualmente.

Eran la una y media de la madrugada cuando Joe me pasó a recoger por casa. Los dos estábamos nerviosos, aunque por diferentes motivos. Mi colega llevaba tiempo intentando hincar el diente en la casa de Mortimer Scott, pero siempre le decían que no valía la pena, que daba malas vibraciones, como si el alma en pena del anciano aún estuviera paseándose por sus pasillos, investigando sobre hombrecillos verdes, fantasmas y mierdas de ese tipo. Yo, por mi parte, era mi estreno como ladrón; sabía de los riesgos que corría al meterme en aquella historia, pero por mucho que intentara evitarlo, mi estado nervioso parecía ir a otro ritmo, bien distinto.

Atravesamos media ciudad hasta llegar a las inmediaciones del Parque Municipal; desde ahí tomamos un desvío, por un bonito camino con pinos que, de día, servía para dar paseos en bicicleta o, si se terciaba, buscar un sitio tranquilo y magrear a la novia de turno. En este punto recordé una vez cuando Julia y yo… Se me escapó una risa. Joe me miró con cara rara, como diciendo si andaba colocado o algo por el estilo. Le dije que no, que recordaba cosas del pasado. Creo que no me creyó, pero la verdad era que yo, en aquel camino, había vivido momentos muy intensos. De día. Ahora, caída la noche, parecía el camino al cadalso.

Pero eso no se lo conté a Joe.

La enorme casa de campo de Mortimer Scott se levantaba al lado derecho del camino verde. Era una casa de estilo colonial, como recién salida de un serial televisivo de media tarde. Los operarios de ayuntamiento habían hecho bien su trabajo, quitando la gran puerta de madera de roble de la entrada y sustituyéndola por enormes bloques de hormigón, mientras que en las ventanas inferiores habían colocado ladrillos, que luego cubrieron con una gruesa capa de cemento.

Joe me dijo que los tíos del ayuntamiento se las daban de listos, de saber lo que hacían, pero en realidad solían trabajar de forma muy caótica, por lo que siempre se dejaban algún espacio por tapar o cerrar. En este caso era una ventana que daba a la cocina, situada en la parte trasera. Era una ventana con dos puertas de madera que habían sido convenientemente cerradas por dentro, pero que con dos patadas podían ser perfectamente derribadas. Tras aparcar la furgoneta, los dos nos plantamos ante la ventana, Joe con una maza y yo con las piernas temblando.

“Vas a tener el honor de entrar en la casa de Mortimer Scott”.

Me pasó la maza como si estuviéramos en una especie de ritual o algo parecido; creía que estaba de broma, pero cuando se apartó a un lado y me dijo que diera un golpe seco y directo, consideré que sí, tal honor iba a ser mío. Y le endilgué un buen golpe con la maza. Hasta yo mismo me sorprendí de la fuerza que logré sacar a la superficie. La ventana se abrió de par en par. Joe sacó un par de linternas y dos sacos enormes y en el mismo tono solemne dijo:

“A trabajar”.

Los dos entramos de forma sigilosa, atravesamos la cocina pisando cristales rotos y viejas revistas, la mayoría de ellas pornográficas, tiradas por el suelo a forma de alfombra improvisada.  Luego tiramos hacia la sala de lectura, con la idea de pillar algunos libros. Mi corazón daba tumbos.

Y entonces empecé a sentir la sensación de que nos observaban. De que algo situado detrás de mí me observaba. Mi amigo, situado dos pasos por delante, me daba prisa; intentaba parecer tranquilo pero la realidad era bien distinta, no paraba de meter cosas en el saco y ni tan siquiera se paraba un momento a ver si lo que cogía tenía algún valor.

“Venga vamos, joder, Marty, no te quedes ahí atrás, mete libros de esos raros que hay por el suelo. Tengo ganas de salir de esta mier…”

Aparentemente, cayó en el suelo. La luz de su linterna salió disparada hacia un lado del pasillo, alumbrando lo que parecía un retrato del viejo Mortimer Scott.

Pero no era un retrato.

El viejo estaba delante de mí, mirándome fijamente a ojos, con una media sonrisa diabólica. Oía a Joe jadeando en el suelo, pidiendo ayuda, pero yo, en ese instante, decidí correr por mi vida. Dado el frenesí del momento lo poco que hice fue girar sobre mí mismo e ir corriendo a toda velocidad hacia el lugar donde creía que se hallaba la salida. Dada mi torpeza, lo oscuro que estaba todo (perdí mi linterna) y el hecho de oír los gemidos del desdichado de Joe, acabé estampándome en el suelo, cerca del mueble bar.

Lo primero que vi cuando desperté fue a un agente de policía apuntándome con su revólver reglamentario. Estuve a un paso de explicarle lo sucedido, pero entonces comprendí que, por mucho que lo intentara, ni iba a creerme. Nadie lo haría. A Joe lo encontraron a pocos metros de donde yo yacía, horriblemente mutilado. La policía, en estos casos, suma dos y dos, así que un servidor de ustedes quedó como el culpable del berenjenal.

Ahora estoy escribiendo esto en el corredor de la muerte; dentro de un par de horas vendrá el Padre Winslow y me dirá que Dios me perdona y todo eso que dicen los sacerdotes. Todo eso yo ya me lo sé. Hice la Primera Comunión y sé de qué va. Mi único deseo es que, una vez me hayan ejecutado, consiga olvidar la visión del rostro de Mortimer Scott, sonriendo sádicamente, con sus ojos inyectados en sangre, blandiendo su bastón mientras lo iba clavando en los ojos de Joe.

Esa sonrisa la tengo grabada en mis retinas.

Le daré las gracias al verdugo antes de que baje la palanca de la silla eléctrica…

 

Autor: Manel Rosell

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora