ELLOS, Ricard Millàs

Print Friendly, PDF & Email
3 Votos obtenidos¡Vótame!

 

ELLOS

La noche siempre me ha inspirado para escribir. Aporreo el teclado mientras me sangran los ojos y la punta de los dedos se endurece al son de la cadencia de mis historias. Soy consciente de que ELLOS me están vigilando. Veo el rojo de sus ojos escudriñando detrás de las cortinas. Subo el volumen de mis relatos para olvidarlos durante un rato; necesito que mi mundo se anteponga a sus intentos por convertirme en uno más de su casta. Llaman a la puerta incansablemente, todos los días. Los veo por la mirilla. Sus ojos inyectados en sangre, sus extremidades renqueantes, la lentitud de sus movimientos en concordancia con el proceso del cambio. La agilidad que poseo me permite escabullirme de su abrazo mortal. Cada tres días bajo a la calle y mientras trato de conservar la compostura recojo todo lo que me hace falta para subsistir, para poder seguir escribiendo un libro que nunca va a ser publicado, puesto que el deseo de expresarme es superior al de cualquier editor por sacar algo de dinero con ello. La extensión de mi mente reluce en el papel, en las decenas de folios que se esparcen en pequeños montones por la habitación que me sirve de estudio y a la vez de guarida. Cada noche bajo las persianas mientras ELLOS siguen mis movimientos con su mirada. Es tan fácil poderlos ver, es tan poco el cuidado que tienen por pasar desapercibidos que cada vez se me hace más fácil despistarlos. El único problema reside en su insistencia, en la permanente postura que adoptan día tras días… se quedan en la puerta de mi casa durante horas, turnándose entre ellos por si se me ocurre girar la llave y asomar la cabeza.

Recuerdo la primera vez que me quedé solo en casa. Recuerdo a mi familia uniéndose al ejército de acólitos de la muerte sin que pudieran defenderse. El mordisco fue tan profundo que ahora apenas se acuerdan de mí. Ni tan sólo quieren esperarme detrás de la hoja de madera que nos separa. ELLOS se encargan de todo. ELLOS quieren tomar las riendas de mi vida para sentirse tranquilos. ELLOS. Tumbados en el confort que les sugiere un mundo etiquetado a su manera. La alteración de su orden propiciaría un sentimiento ambiguo en sus mentes. Un sentimiento demasiado poderoso como para poder entenderlo. La aniquilación de cualquier idea que se mantenga fuera del entendimiento más básico, supondría un obstáculo menos en la limitación de sus mentes. No puedes pedirle huevos a un gallo. Pero si puedes estrujárselos y hacerlo gritar hasta la muerte.

Frente a la puerta se concentran media docena. Algunos se miran a los pies, como si se hubiera extinguido su propia voluntad. Se perfectamente que les retornaría a la actividad. Una actividad tan frenética que les haría olvidar su condición sin retorno. Les chifla la carne que escondo debajo de mi piel. Por suerte no saben utilizar arietes ni utensilios para echar la puerta abajo pero tienen el poder de la insistencia para sacarme de mis casillas. Los espío a través de la mirilla. Ellos notan mi presencia y parecen alterarse; empiezan a caminar por el rellano y a gemir mientras clavan su mirada en la dureza de la madera. Algunos la golpean inútilmente, a sabiendas de que no van a conseguir nada. El rojo de sus ojos parece ganar intensidad, por sus bocas brotan chorros de espuma como si fueran caballos cabalgando por un prado abierto. Algunos gritan mi nombre. Soy uno de los últimos que conserva la entereza de un ser humano.

Resignado camino hacia el balcón y bajo por la cuerda que me sirve como puente que une el mundo exterior del mío propio. Soy un ególatra más descendiendo a los infiernos como lo hizo Dante. La fuerza de mis brazos me permite visitar el último resquicio del mundo. Desciendo por los cuatro pisos hasta llegar al suelo y recorro la distancia existente entre el edificio y la valla metálica que instalé meses atrás. Cierro con el candado y me deslizo por las calles mientras cientos de puntitos rojos se dibujan detrás de las cortinas. Las calles están vacías; la luna llena guía mi camino a sabiendas de que la muerte me espera detrás de las esquinas. Conservo la entereza de un escritor que nunca ha sido reconocido y no me hago ilusiones con nada. Ni tan solo con seguir conservando la vida. Aun así, procuro estar atento y nunca olvidar los detalles; es lo único que me mantiene con vida. Vivo el día a día y trato de no caer en su trampa. Por la calle principal algunos se percatan de mi presencia y avanzan hacia la figura que enseguida los dejará atrás. Me subo a una parada de autobús y oteo a lo lejos. La plaza está llena de ELLOS, manifestándose una vez más por seguir conservando su condición de hermanos. De hambrientos. De monstruos descerebrados impulsados por un ansia infinita. Mueven sus caderas al ritmo de la lentitud de sus pasos. El brillo de sus ojos se celebra en las calles como un claro de luna repleto de luciérnagas. Caminan hacia mí arrastrados por el gusano del hambre.

Claman mi nombre en las calles. Claman el hambre dentro de sus estómagos.

Me siento un semidiós. Bajo de la parada y corro en dirección opuesta, buscando el refugio de los pocos humanos que quedamos en vida. Tanta atención me abruma. Recorro el laberinto de la ciudad con la agilidad de mis piernas. Recopilo imágenes mentales que me ayuden a seguir describiendo al mundo a través de las palabras. Fotografío cada instante mientras sudo en concordancia con el repudio hacia la conversión que aflora una vez más dentro de mí cada vez que me hallo solo en el exterior. Camino, salto, corro, trepo, hasta que una pequeña muestra de la debilidad humana me indica una ventana a medio cerrar. Alguien me hace señas desde el otro lado. Alguien que tiene un timbre de voz como el de Constantino Romero. Hace demasiado que no escucho otra voz humana.

Poso un pie dentro de la habitación y miro las imágenes que tiene lugar enfrente de mí. La pared sirve de pantalla para la película que brota de una antigua Super8. Clint Eastwood dispara al son del orden de sus entendederas mediante la Magnum. Constantino Romero habla por él mientras alguien me aturde con un teaser. Caigo al suelo mientras me amordazan y me golpean en las costillas. Siento una vez más la descarga eléctrica en mi cabeza y bailo un vals con el sueño, adentrándome lentamente en la espesura de mi propio mundo onírico.

Cuando despierto la ropa ya no cubre mi cuerpo. Tengo frío y me siento indefenso. Noto la punzada del dolor que ha emitido la descarga en mi cabeza. Noto mis testículos en contacto con la madera. Tengo enfrente de mí a dos tipos con aspecto de vendidos. Uno de ellos busca en el interior de mis ropas, el otro me mira con una mueca de desprecio. Enseguida asumo mi situación cuando oigo mi nombre a través de la puerta que se dibuja al final del pasillo, justo en línea recta desde mi desaventajada posición. ELLOS me están llamando.

-Espero que te haya gustado la película –el tono de voz de uno de mis captores guarda un tono irónico que no acabas de entender-. No entiendo cómo has picado tan rápido. Hacía mucho que nadie aparecía por aquí –dice dirigiéndose a su compañero.

Los dos hombres que se alzan delante de mi visten monos de mecánico y cada cual parece más tonto que el otro. Uno tiene la cabeza rapada y el otro lleva el pelo recogido con una cola de caballo. Los dos tienen la nariz desproporcionada y los ojos pequeños como los de un cerdo. Con la torpeza de sus palabras dan a entender que van a entregar mi carne a modo de ofrenda para que les dejen en paz durante un tiempo. Llevan años haciéndolo y no les va mal. La estrechez de miras de la nueva raza imperante incluye el sometimiento del ser humano a modo de intercambio. ELLOS se muestran indiferentes hacia la raza humana cuando el bocado tiene lugar en sus mandíbulas. Durante un buen rato se olvidan de todo mientras consumen el calor de la sangre y el sabor de los tendones en la isla desierta de su hambre.

Uno de mis captores, el del pelo rapado, se viste con mi camiseta, comprobando su aspecto frente a un espejo desquebrajado. Hace tanto tiempo que no se ha topado con un hombre de su tamaño que la pequeña variación que ha sufrido su imagen se convierte en todo un acontecimiento.

Pienso en la muerte y en la máquina de escribir. Pienso en la inutilidad de mi obra pudriéndose tras varias eternidades encerrada en las cuatro paredes de la habitación. Lloro ante la impotencia que siento por no poder hacer nada.

Se ríen de mí mientras les cuento que he estado escribiendo desde que las cosas comenzaron a torcerse. Lo único que me ha ayudado a conservar la cordura va a desaparecer con el tiempo, fundiéndose gracias a la misma torpeza de su creador.

El tipo de la coleta me mira con un atisbo de preocupación en su mirada. Da dos pasos hacia mí y se inclina para situar su rostro frente al mío.

-Antes era editor pero ahora soy un cabrón sin escrúpulos que trata de conservar la vida.

Lo miro directamente a los ojos, sintiendo todo el odio dentro de mí mientras trato de dispararlo a través de la vista. Mis ojos son dos subfusiles de asalto sin munición. Mi cuerpo servirá de alimento a los servidores de la muerte.

Me dicen que van a aturdirme de nuevo para que no vea como ELLOS se acercan hacia mí; me ayudará a morir con un poco de dignidad.

Me sueltan una descarga en la cabeza. Mientras caigo hacia el abismo del sinsentido puedo escuchar sus pasos que se detienen frente a la puerta. Se oye el rechinar de las bisagras y el sonido de dos pies ágiles corriendo. Decenas de murmullos y gemidos se aproximan.

Cada vez están más cerca.

Alguien desgarrada la piel de mi hombro. No puedo gritar.

Me convierto en un personaje más de mis relatos. Soy mi propia obra.

 

Autor: Ricard Millàs

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora