EL BOSQUE, Jose Antonio García Santos

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EL BOSQUE

Despertó a eso de las diez. La noche había caído completamente sobre ella y la luna hacía las funciones de una gran lámpara. Su luz, a través del polvo que flotaba en el ambiente y el entramado de ramas que se alzaban por encima de la cabeza de María, se derramaba sobre la niña como un siniestro manto azulado. Miró a su alrededor y se sintió confusa y asustada. Se había caído y, aunque su mente no lo recordara con claridad, las magulladuras por todo su cuerpecito de niña pequeña se encargaban de ello. Se levantó con mucho cuidado y comenzó a deambular por la zona, de aquí para allá pero sin alejarse demasiado del lugar donde había despertado. No veía nada que le indicara dónde estaba, tan solo que se encontraba en el fondo de un barranco, de una colina o de dónde demonios se hubiera caído. Agobiada, dolorida y cansada, tan sólo se le ocurrió sentarse en una roca plana que encontró a su izquierda. Metió la cabeza entre sus rodillas y vomitó la merienda en dos impetuosas arcadas. Justo después, sus sollozos pasaron a ser un desgarrador llanto.

No estaba muy segura de lo que hacer. Era una niña pequeña de ciudad perdida de noche en el bosque. Andaré en línea recta, pensó. Si voy subiendo sin torcerme al final acabaré saliendo de aquí. No era una mala idea. El problema era llevarla a cabo. Cualquier persona, aún sin haberse visto nunca en una situación similar, sabe que andar en línea más o menos recta te acaba sacando del lugar del que quieres salir. Lo único, es que era una tarea demasiado compleja para una niña de ocho años. Y, a buen seguro, lo más preocupante no era perderse aún más, sino dirigirse hacia el peligro en lugar de seguir una línea recta. Y para María, el peligro no era otro que el centro de aquel espeso y oscuro bosque, al que, sin saberlo, se dirigía paso a paso.

Ajena a todo el despliegue que su desaparición había provocado, María seguía con su esmerado plan de seguir en línea recta. La dirección, más o menos mantenida, la había trazado en lo que un profesor de autoescuela hubiera llamado “sentido incorrecto de la marcha”. Tal vez por la inclinación del terreno, o porque la misma luz de la luna llena la había confundido, no hacía otra cosa que zambullirse de lleno en las fauces de la bestia.

Siguió caminando, sin parar. Tenía que salir de allí como fuera. Había pensado un par de veces en pararse y recuperar fuerzas, pero había descartado la idea. Descansar la haría tardar más tiempo y corría el riesgo de quedarse dormida. Su cabecita de exploradora ya había visualizado con anterioridad esa imagen. Encima de unas hojas, exhausta por la tremenda caminata y colocada cual buffet libre para toda clase de alimañas. Tenía que seguir. La caída había sido bastante fuerte, ya se encargaba de recordárselo su entumecido cuerpo, pero no creía que hubiera llegado muy abajo.

El bosque estaba cambiando demasiado. La luz de la luna, su único faro guía, cada vez se filtraba menos a través de los entrelazados árboles. Y lo que al principio le había parecido un mar de silencio, interrumpido sólo por sus pisadas y sollozos, era ahora un continuo devenir de susurros y ruidos. Había comenzado a percibir el roce de las ramas por el efecto del viento, el ulular de algún ave en la lejanía, los insectos. Al principio, como para cualquier habitante de una ciudad más o menos bulliciosa, el bosque le había parecido de lo más silencioso y apacible. Ahora, podía oír multitud de ruidos. Comenzaba a sentir que no estaba sola.

―Claro que no estoy sola, aquí hay animalitos ―dijo pensando en el conejito Bumbo que tenía una compañera de clase. ―Y mis padres me estarán buscando.

Claro que no estás sola, lo que estás es perdida. Y además de perdida, estás en grave peligro, corre, corre, corre…

―¡Cállate! ―gritó al bosque entre sollozos, arrojándose de rodillas al suelo.

Iba a volverse loca. Acababa de gritar que se callara a alguien que no estaba, que ni siquiera sabía si existía, pero que su cabeza había escuchado nítidamente. Intentó calmarse. Sería una voz dentro de su mente. A menudo oía en la televisión a gente que contaba que hablaban con ellos mismos y que eso les ayudaba mucho. Sus padres decían que en realidad era Dios quien nos habla, a través de nuestra conciencia, para guiarnos en los momentos difíciles. Podía ser cualquiera de esas dos cosas, o cualquier otra explicación que no se le hubiera ocurrido. No debía preocuparse, al menos eso creía. Se convenció a sí misma de que lo acontecido hasta el momento era simplemente por el miedo que la atenazaba y que ya no podía negar ni controlar. Y por esa sensación cada vez más acuciante, esa corazonada de que no estaba sola, que algo no demasiado bueno la acompañaba en su aventura.

Llevaba tiritando más de media hora. La ropa que vestía no abrigaba demasiado y las condiciones en las que se encontraba eran mucho peores que las que podría haber imaginado cuando se vistió aquella mañana. Vaqueros, camiseta y una simple rebeca eran un atuendo, como mínimo, poco acertado para aquel lugar. El frío había comenzado a intensificarse y la humedad no hacía otra cosa sino contribuir a que la sensación de estar helada que tenía se acrecentara todo lo posible. Se frotaba las manos y los brazos continuamente con el fin de mantenerse caliente. Era, más que una necesidad, un deseo de María. Mantener el calor ocupaba su cabeza, y sus pensamientos se alejaban todo lo que podían de aquellos ruidos. Inconscientemente, todavía los llamaba ruidos, aunque perfectamente los podía haber llamado jadeos, resoplidos, resuellos o algo parecido. Cada vez oía más cerca a la bestia, mas su terror le impedía llamarla así. De momento, era sólo algo. Desde que había comenzado a escuchar al bosque, cuando ya no parecía poblado por un silencio absoluto, esa respiración profunda, como de animal, la había acompañado. Se había negado a creerlo en un principio, de ahí que hubiera tardado tanto en reconocer que se trataba de la respiración de algún ser que la vigilaba de cerca. Por momentos, creyó estar imaginándoselo todo y, en efecto, estar volviéndose loca, aunque una especie de rugido contenido, como de un perro antes de ladrar, le extirpó aquellos pensamientos, como quién arrancase de un árbol un fruto que llevara tiempo madurando.

Y estaba aquel olor. Aquel pestilente hedor que cada vez era más fuerte y que su mente ya había asociado a los gruñidos y jadeos. Le recordaba al olor a sudor que desprendía el mendigo que pedía limosna en una de las esquinas de su barrio, el que llevaba el enorme abrigo de cuero aunque estuvieran en pleno agosto. También le vino a la mente el perro de su vecino, que lo más parecido a un baño que había disfrutado en toda su perruna vida era un revolcón en un charco cuando salía a pasear. O los guantes de portero de su primo Julián. Le recordaba todo eso y más, olores oscuros, casi férreos, como cuando juegas con unas monedas de cobre manoseándolas durante un rato y luego hueles tus dedos. Ese era el olor de la bestia, cada vez más presente, cada vez más cerca.

Ves como no estás sola, te va a comer, corre, corre, corre, le decía esa voz interior que ella asociaba a su miedo pero que empezaba a ver como alguien distinto, como un ente invisible que se dedicaba a acompañarla, atormentándola con sus insidiosos comentarios, carentes de cualquier solución al problema en el que se encontraba metida. A su temprana edad ya había descubierto lo molesta que le puede resultar a algunos la conciencia. Esa maldita vocecilla la estaba martirizando, eso era cierto, pero también lo era el notar cada vez más esa presencia extraña, apestosa y nauseabunda. Los gruñidos eran ahora perfectamente reconocibles. Desgarradores sonidos que partían en dos aquella noche y parecían mantenerse en el aire unos segundos, impregnando con su aliento todo lo que rodeaba a María. Cada vez más cerca.

Siguió corriendo, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso alguien que se encuentra en una situación tan lastimosa puede hacer otra cosa que no sea correr para salir como sea de allí? Sí, puedes quedarte paralizado por el miedo, convencido de que tus pies pesan veinte toneladas cada uno y por eso eres incapaz de dar un solo paso, con la espalda encogida, la boca entreabierta y temblorosa y los ojos abiertos de par en par, inundados en lágrimas que se agolpan para salir. Puedes intentar moverte, para descubrir que tu cuerpo ha decidido no reaccionar, que lo único que puede hacer ponerse a temblar como un bebé que se desarropa a medianoche y nadie lo cubre de nuevo. Esa sensación fue la que acababa de descubrir María, paralizada, horrorizada, mirando de frente a la bestia que, erguida sobre sus patas traseras, se acercaba lentamente hacia ella.

 

Autor: Jose Antonio García Santos

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora