CUANDO ELLOS VENGAN A POR MÍ, Rubén Giráldez González

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CUANDO ELLOS VENGAN A POR MÍ

Estoy temblando de pura emoción. Apenas puedo controlar la mano con la que escribo estas temblorosas líneas que demostrarán mi fútil paso por este patético mundo.

Estoy que no quepo en mí gozo. ¿Cuánto tiempo puede quedar para que ellos vengan a por mí? Puede que horas. Puede que minutos. O puede que incluso segundos. Eso solo ellos lo saben. Pero vendrán. Estoy completamente seguro de que vendrán. He resuelto el rompecabezas. He realizado la llamada. Un simple trámite con el que poder reservar una plaza en el reino de placer y dolor del poderoso Leviatán.

Por esta caja he mentido. Por esta caja he engañado. Por esta caja he robado. Y por esta caja he matado. Por este billete he corrompido mi alma inmortal. Preparándola para el inminente viaje que realizaré a las más profunda y oscura de las realidades.

El deseo de búsqueda de nuevas sensaciones impulsó mis manos. Quienes recorrieron hábilmente todas las caras de la caja de Lemarchand. Y como si se tratase del cuerpo de una ardiente amante, fui acariciando con acertados movimientos la superficie de madera y latón. Accionando los centenarios resortes ocultos, y haciendo que el cubo adquiriese nuevas e imposibles formas. Cuando La configuración del Lamento fue finalmente resuelta, una fugaz e intensa descarga recorrió todo mi cuerpo. El incesante y poderoso tañido de una misteriosa e invisible campana de tiempos lejanos, resonó en todas las paredes de la pequeña habitación en la que me hallo. Fue entonces, cuando la oscuridad reinó. Y cuando una débil luz -procedente de la enrejada ventana- iluminó la triste mesa, permitiéndome escribir. Haciéndome saber que ellos están preparando la estancia. Acondicionándola para poder sentirse como en su casa: Pandemonium. La ciudad de los mil gritos.

Ellos son los que traen el Infierno a través del sufrimiento. Los maestros del dolor. Los integrantes de la sagrada Orden de la Herida. Conocedores de los innombrables secretos arraigados en la carne de aquellos que osan invocarlos.

Conocí la existencia de estos seres, gracias al nombre que escapó de los labios ebrios de un amigo aficionado al ocultismo: cenobitas. Ese nombre me abrió las puertas a un mundo nuevo del que quería formar parte. Gasté la gran parte de mi patrimonio en la búsqueda de la esquiva caja de Lemarchand. El místico artilugio tardó varios años en caer en mis manos. Años en los que estuve estudiando todo lo relacionado sobre los cenobitas, su mundo, y su poderoso amo y señor Leviatán. Preparándome concienzudamente para este glorioso día.

Me he atrevido a levantar la vista del papel y me he encontrado con una parte de mi ansiado Paraíso. Las paredes de piedra han sido substituidas por muros de hueso, sangre, músculo y piel estirada hasta límites insospechados. De la pared, cuelgan infinidad de cadenas terminadas en afilados ganchos que reclaman sin pudor mi tierna carne. Y mire por donde mire, solo me encuentro con macabros aparatos de tortura esperando a ser utilizados.

Han llegado al fin. Son cuatro. Uno de ellos es una mujer. Sus pechos han sido atravesados por infinidad de púas que los hacen parecerse a un par de peculiares erizos metálicos. Y los labios de su ingle están toscamente unidos por medio de un feo costurón.

Los ojos de ella se posan en mí con lujuria. Saca una bífida lengua que mueve de forma lasciva, produciéndome una terrible erección que hace que ella muestre una sonrisa de pura superioridad.

Aparto la vista y me centro en las otras tres deformes criaturas que están delante de mí. Todos ellos presentan terribles heridas y escarificaciones que harían vomitar a cualquier cirujano de guerra. Sus cuerpos están atravesados por multitud de alfileres y demás objetos punzantes. El torso de uno de ellos está abierto por medio de un aparatoso artilugio que permite mostrar al mundo su sangriento interior.

El olor a sangre y cuero llena mis fosas nasales.

Uno de ellos da un paso al frente. Su tez invernal se asemeja al mármol de las más bellas esculturas griegas. Multitud de agudos clavos asoman por toda su cabeza.

El Pontífice Oscuro del Dolor se dirige a mí con solemne voz. Me insta a dejar de escribir para empezar cuanto antes con la iniciación.

Escucho las cadenas tintinear. Ya puedo sentir los afilados ganchos hundiéndose en mi piel y tirando de ella. Desprendiéndome de ella, como si de un viejo abrigo se tratase.

Los sacerdotes del sumo placer se preparan para arrancarme una bella sinfonía de gritos y gemidos, que traspasarán los límites de toda comprensión humana.

Sangre, dolor y placer por toda la eternidad. Eso es lo que te aguarda cuando ellos vienen a por ti.

 

Autor: Rubén Giráldez González

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora