¡CRAC!, Karol Scandiu

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¡CRAC!

 

Al abrir los ojos supe que nunca más volvería a cerrarlos. Más que la certeza de que todo era diferente, fue una seguridad ácida en la boca del estómago, sentí retorcerse mi esófago, y el grito irreconocible que salió de mi boca, superó cualquier razonamiento. Poco después descubriría que tampoco, aunque quisiera, podría razonar de hecho.

Resulta extraño sentir sin sentir en absoluto. Veo mis manos, mis pies, puedo sentir mis dedos, veo la mugre bajo mis uñas; parece podrida y de hace meses, tengo asco, o al menos debería tenerlo, ¿por qué demonios no se me revuelven las tripas? ¿Y el olor? Ese maldito olor adherido a mis fosas nasales, es nauseabundo es… pero no me dan nauseas. Lo siento, como he dicho, sin sentirlo en absoluto. Veo mis manos, ellas se mueven, sé qué agarro, araño, arranco trozos y madejas de mi propio pelo, veo los hilos rojizos, no sé por qué me los tiro, quizás sea mi manera de intentar sentir que lo hago, pero no puedo ordenar que se detengan, es automático e involuntario, como el respirar… ¿estoy respirando?

Desde el rincón de la sala observo en relativo silencio la ventana entreabierta. Es de día (o eso creo). Sé que es de día, me reafirmo, tiene que serlo.

¡No se te ocurra perder también la noción del tiempo!

Miro más allá de la cortina vieja y hecha jirones que se balancea con el viento, miro el propio aire. Lo olisqueo. No sé si respiro, pero sí que olfateo. Algo más potente que la podredumbre que me rodea.

            ¡No mires tus manos, joder! Y no quiero hacerlo. La misma infame seguridad a que no volvería a cerrar los ojos me invade, aunque ahora lo hace con rabia, con ronquidos dentro de mi pecho, porque no quiero levantarme, siento en el fondo de mis huesos que no debo hacerlo. Pero lo huelo, ese aroma, ¡tengo que llegar a él!

Miro hacia abajo… ¿qué coño le han pasado a mis zapatillas? O al menos a la que aún llevo; un pie descalzo, sucio, hay barro, porquería… ¿eso es sangre?

Joder, Dios, ¡qué está pasando! ¡Ayúdame! Por favor, joder, yo…

Ese olor… tengo que encontrar de dónde viene. Como el asado de Acción de Gracias, jamón del caro…

¡Céntrate, coño! ¿Qué le han pasado a mis pies? Y… ¿desde cuándo no llevo pantalones? Oh, Dios, oh, Dios…

¡Crac!

El ruido llega lejano y parece venir de todas partes. Me cuesta mantenerme en pie, pero no me muevo. Parte de mí no quiere hacerlo, la otra, la que empiezo a creer que de verdad me controla, simplemente se detiene en seco a escuchar, a oler…

¡Crac!

Mi cabeza se gira a la derecha. El armario. Algo se mueve en su interior… ¿y si sigue allí quien sea que me haya quitado la zapatilla y la mitad de mi ropa? Mejor seguir hacia la ventana…

¿Qué demonios… ¡No! ¡Por ahí no! No vayas al armario… ¡estúpidas piernas borrachas de mierda!

Camino. Yo y mis pies borrachos ajenos a mí mismo. El suelo está… ¿frío? No estoy seguro, solo que me cuesta caminar, aunque a decir verdad, no porque me agote o tenga dolor; siento como cuando estás en una pesadilla e intentas correr y no avanzas y…

¡Eso es! ¡Solo es una pesadilla! Un maldita pesadilla…

¡Crac!

            La puerta del armario se balancea, alguien está dentro y ha tirado de ella. Acelero el arrastre pesado de mis extremidades con vida propia, me zumban los oídos, rujo…

¿He rugido? ¿Desde cuándo mi idea ha sido llegar al armario?

            Mis manos aparecen en mi campo visual; mis uñas sucias y asquerosas… ¿no tengo uña en el dedo gordo de la mano derecha? ¿Eso que sale es pus? No, se mueve… ¡Es un gusano! ¡Me sale un jodido gusano de dentro del dedo!

Tengo que sacudir la mano, me la paso por la camiseta y me lo quito como sea y… mis manos siguen dirección al armario, unidas en mi contra y a favor de mis piernas que ahora parecen comandarlo todo. Agarro la puerta, mis dedos se meten entre las rendijas de las tiras de madera blanca, escucho un crujido seco y mi dedo meñique derecho se vuelve hacia atrás.

¡Oh, Dios mío! Se me ha roto el puto dedo… ¿y por qué no lo siento?

Empiezo a zarandear la puerta, y se asoman unas falanges finas y blancas, con una manicura rosa fucsia cuyas puntas de sus largas uñas se ven desgastadas; desde dentro alguien forcejea conmigo intentando que no lo abra.

¡No quiero abrirlas! ¡Si tenía que haber ido hacia la ventana!

Sigo forcejeando, y sí, rugiendo; en realidad emito un gorgoteo profundo y gutural que escucho más allá de mí mismo, lo oigo dentro de mi cabeza y oídos, hasta que los gritos que reconozco femeninos se mezclan a los míos, haciendo que me detenga.

Bien… eso es bueno… ¿no? Si he dejado de hacerlo al oír los gritos…

Y me doy cuenta de que estoy olisqueando el aire, olfateando el interior del armario. Mal. Eso está muy mal. Retomo mi tarea de sacudir las puertas, los gritos se vuelven más estridentes.

¡Crac!

Mi muñeca derecha se tuerce hacia fuera, una postura que sé debería de resultar atroz y dolorosa, pero sigo forcejeando sin inmutarme, hasta que las puertas se abren en mi contra, un empuje brutal que hace que tropiece hacia atrás. Caigo sobre mi espalda, noto el retumbe de mi cabeza en el suelo. El techo, veo la lámpara morada con diminutas mariposas fluorescentes, y un nuevo grito precede el golpe de lleno en mi cabeza.

Mi rostro se voltea, rebota contra el suelo, y veo a la joven parada frente a mí bate en mano.

—Oh, Dios… ¿James?

¿Bree?

Pero el sonido de mi voz permanece dentro de mi cabeza, mientras mis manos, una rota, la otra en su sitio, ambas llenas de sangre y costras, se elevan hacia mi prometida, precediendo el rugido que sale de mi boca.

No cierro los ojos. Cuando los abrí, a saber si diez minutos o veinte desde que empezó ese infierno, supe que nunca más los cerraría. No al menos, para volver a abrirlos una vez más.

El bate se cae de entre las manos trémulas de mi chica, ella se lleva los dedos a los labios, puedo ver sus lágrimas, hasta que me doy cuenta de que pienso en lo bien que huele su carne. Y entonces, lo entiendo.

Sigo rugiendo. No puedo levantarme, y a decir verdad, no quiero hacerlo. El anillo de bodas se cae al lado del bate de madera firmado por algún famoso jugador que no viene a cuento, y Bree sale de la habitación, caminando hacia atrás, tropezando, llorando y sufriendo.

—Te quiero —susurra, y sale por la puerta sin mirar atrás.

No, no me quieres.

Ese es mi último pensamiento. Si me quisiera, no me dejaría aquí en esta situación, me habría pulverizado la cabeza con un par o una docena de golpes de ser necesario.

Giro la cabeza hacia el otro lado. Veo la ventana y estiro los dedos.

¡Crac!                                             

Y de pronto no recuerdo su nombre, solo veo su dulce rostro para luego verlo cubierto de sangre y sufrimiento.

¡Crac!

Me muevo despacio. Ese olor, viene de la ventana. Tengo que llegar a ella. Y ya no disputo las órdenes a mis piernas y brazos. Ellos saben hacia donde tengo que ir.

¡Crac!

 

Gruño por lo bajo. ¿Es de día? No, es de noche ya. Tengo hambre. Hay que comer. Y sé que ese será mi último pensamiento hasta que el siguiente crac se lleve lo poco de mí que aún me queda dentro.

 

Autora: Karol Scandiu

Sobre Lydia Alfaro

Escritora, soñadora y eterna aprendiz. Puedes seguirme aquí: https://www.facebook.com/lydiaalfaroescritora