Retrospectiva. El amor según Haneke: ‘Fleurs de L’amour’

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Título: AmourDirector: Michael HanekeAño: 2012País: Francia, Alemania, AustriaGénero: Drama. Duración: 127 minutos. Reparto: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud, William Shimell, Ramón Agirre, Rita Blanco, Carole Franck, Dinara Drukarova, Laurent Capelluto, Jean-Michel Monroc, Suzanne Schmidt, Damien Jouillerot, Walid Afkir. Productora:Les Films du Losange, X-Filme Creative Pool. No recomendada para menores de 13 años.

Amour-Cartel

«Mi pobre musa, ¡ah! ¿Qué tienes, pues, esta mañana?
Tus ojos vacíos están colmados de visiones nocturnas»

De La Musa Enferma (Las Flores del Mal), Charles Baudelaire.

Alejada del discurso macilento, la arquitectura narrativa de Haneke, es, en la forma, una especie de fisionomía que va mucho más allá del simple hecho cognoscitivo de sus personajes. Existe una violencia denotativa en el cine del director austriaco, un mensaje que no solo compromete el fondo moral de un espectador complacido, sino que también hace de ello su propio juego, un astuto divertimento amparado ora en la naturaleza propia de un experimento audiovisual, ora en la estructura de un lenguaje cinematográfico que huye de la nimiedad tanto como de la fábula.

En el exordio de Amour, Haneke, dotado de un talento descomunal, sienta al espectador frente a sí mismo, lo sienta también frente al reflejo de su propia masa. En dicha escena, encuadrada en la (supuesta) simpleza de un plano fijo, nos muestra a unos espectadores sentados en las butacas del Teatro Champs Elysées, preparados ante el inminente inicio de una velada clásica; una velada que comienza con las notas del Impromptu Opus Nº1 de Shubert, en la que jamás logramos ver el escenario. Somos los espectadores (los de la película y nosotros mismos) los que sostenemos ese escenario invisible, a la vez metáfora pura del escenario vital. El director pone fin a esta escena con el benevolente aplauso del público ficticio dedicado al artista que, como una proyección, es, en esencia, el espectador transfigurado. Es como si Haneke quisiera decirnos que somos los observadores y, al tiempo, los ejecutantes de la melodía, los que hacemos, en definitiva, que las cosas ocurran.

Según Sartre, el humano es y debe ser libre por naturaleza. En Amour, Georges y Anne, los personajes interpretados de manera estremecedora por Jean-Louis Trintignant y Enmanuelle Riva respectivamente, no solo se liberan de las cadenas de ese aciago formalismo en el que la humanidad sobrevive, sino que, además, convierten tal hecho en un ejercicio de aceptación, en un luminoso y humanista laissez faire, laisse passe.

Amour es una obra desnuda, una pintura que enmarca un paisaje vestido de árboles y prados transparentes. El discurso de Haneke, tan moderado en las formas y tan exacerbado en el fondo, resulta duro, teatral, desasosegante. Duros son los paisajes de dolor y pérdida de los personajes; teatral la plasticidad del conjunto, el minimalismo de la trama; desasosegantes los silencios sumidos en la descarnada visita a las habitaciones del alma. Amour es una película sobre la naturaleza misma del amor. Más allá de la necesidad de amar y ser amado por el otro, subyace en la obra una postulación de los personajes en favor de un “Nosotros” como contrapunto a la idea romántica del viejo culto (más por necedad que como fruición) al “Yo”. Georges y Anne no buscan refugiarse en el egotismo sino que, al contrario, bucean en la claridad plausible del otro para navegar juntos en un velero en el que ambos son contramaestres.

Eva, la hija, el personaje interpretado por la siempre magnífica Isabelle Huppert, simboliza a la mujer idealista. En su mundo de las ideas y patrones mentales no cabe el mundo cuasi onírico de sus padres. Simboliza también la vacuidad. Más que una representación femenina, sugiere una suerte de habitación vacía, un espacio de ruido inquebrantable que no puede admitir objetos que no estén controlados a conveniencia. Eva es la mujer que vuelve, la mujer que vuelve para satisfacer su propia conciencia ególatra controlando el espacio de los otros. Hay en el film un modelo matemático que va desarrollándose a lo largo de la trama. Todo ocurre, parece, bajo una mecanización de los aconteceres suavizados por ligeras pinceladas de música; pinceladas que no dejan de ser, sin embargo, más que una agudización de ese orden, de esa sincronía. Eva simboliza igualmente ese automatismo, como una estatua fría y simétrica que se alza en medio de un bosque. Eva es el ruido; Georges y Anne representan el silencio.

Michael Haneke demuestra, una vez más, que su cine, más que una relación de planos y encuadres amparados por un lenguaje propio, es un lienzo universal, una estructura maleable en el que los observadores somos los observados, en donde cada trazo va formando nuestra propia faz, como si el mismísimo Dorian Gray hubiese creado un retrato con todas las caras del mundo.

Redacción: Manuel Pérez Cedrés

Sobre Maria José Díaz-Maroto García

Cinéfila empedernida buscando la serie perfecta. Combino mi pasión por el cine con las series y los libros. Redactora Jefe de Cine de esta gran comunidad que es Pandora Magazine y propietaria de un pequeño blog donde extiendo mi pasión por el cine, la literatura, las series y etcétera: 'Delirios, Literatura, Cómics y Películas'.